(NOTA PREVIA, NECESARIA PARA ENTERARSE DE ALGUNOS DETALLES.—A la muerte del rey Alfonso «El Batallador» de una indigestión de alcaparras, el trono de Aragón quedó huérfano y solitario. Alfonso había legado sus territorios a las Órdenes Militares, pero los cortesanos no le hicieron maldito el caso, sino que se fueron corriendo a buscar a su hermano Ramiro, monje a la sazón, para endilgarle a él la responsabilidad del reino. Ramiro se hizo de rogar: le daba pereza aceptar la corona y alegaba en su descargo que tenía muchos rezos atrasados y que padecía de intolerancia a la lactosa. De nada le valieron sus excusas y le coronaron allí mismo, poco menos que a la fuerza. Acto seguido, le anunciaron con inadecuado regocijo que el reino estaba siendo violentamente sacudido por un gran montón de descontentos que se habían rebelado y levantado en armas, y que pedían a gritos desaforados la cabeza del rey. Como a la fuerza ahorcan, Ramiro no tuvo otra que poner manos a la obra en la tarea de escarmentar justamente a los nobles revoltosos, según su grado de sedición: a unos les cortó la cabeza, mientras que a otros simplemente se limitó a darles un capón.)
Tenía Ramiro el Monje
la mosca tras de la oreja
porque los nobles navarros
le hacían mucho la puñeta.
Tomábanle el pelo al rey,
pedíanle que volviera
sin perder tiempo al convento,
hacían mil cuchufletas
a su costa y se burlaban
de él con muy poca vergüenza.
Ramiro estaba enfadado
y era presa de rabietas.
Para poder acabar
con situación tan molesta
pidió consejo al abad
de San Ponce de Tomeras
(que era amigo suyo) y éste
le condujo hasta la huerta
y se puso a cortar coles
sin dar ninguna respuesta.
Ramiro entendió el consejo.
Se despidió. Volvió a Huesca.
Estando ya en su palacio,
dio aquella noche una fiesta
y, en los brindis, anunció
con voz serena y resuelta
que iba a hacer una campana
tan sonora que se oyera
en todo el reino y más lejos:
desde Jaca a Cartagena,
desde Canfranc a Albacete,
y desde Logroño a Écija.
Hizo apresar a los nobles
que le debían obediencia,
los encerró en una torre
y les cortó las cabezas.
Armó con ellas un puzzle:
puso en el suelo las testas
simulando una campana
y, para acabar la juerga,
cobrando a tanto la entrada,
obligó a todos a verla.
No sabemos si esta historia
es una trola tremenda
que se inventó algún chistoso
o si sucedió de veras.
Mas, como dice el refrán,
si la leyenda no es cierta,
está muy bien inventada
y resulta muy poética.
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