Cómo vender tu alma

  


Un día Carmelo encontró en su desván, en medio del polvo, entre un Manual del perfecto oficinista de Maquiavelo y la Guía Telefónica de Sabadell, un libro de lomos gastados y encuadernado en piel de ñu. Por alguna razón desconocida, tardó mucho tiempo en atreverse a abrirlo.

El título era: Reprovación de las supersticiones y hechizerias. Libro muy vtil y necessario a todos los buenos christianos, el cval conpvso el Reverendo Maestro Cirvelo, canónigo que fve en la sancta Yglesia Catedral de Salamanca. Agora nuevamente corregido y enmendado con algvnos apvntamientos desta seña. En Salamanca, Anno de nuestro señor de 1607.

Efectivamente, en aquel volumen se condenaban y anatematizaban tan al detalle todas las brujerías habidas y por haber, que el libro servía perfectamente como manual de magia y encantamientos. Se veía claramente que el autor había copiado al pie de la letra lo que había encontrado en el verdadero libro de magia y que se había limitado a incluir, antes y después de cada capítulo, frases condenatorias como «¡Vea v.m. qué horror!», «¡Esto es una herejía como un castillo», etc.

Carmelo buscó en el índice, donde se hallaban algunos capítulos que detallamos: Consejos para principiantes. El equipo necesario. Cómo hacer filtros de amor con distintos sabores: naranja, limón, frambuesa. Fechas y lugares ideales para aquelarres. Cómo convertir a un príncipe en rana. Cómo convertir a un ministro en cualquier otra cosa. Cómo llegar a fin de mes. Cómo llamar a los espíritus. Cómo se firma un pacto con el diablo.

¡Ah! Ahí estaba lo que él buscaba, porque Carmelo era —había sido siempre— un fracasado y su espíritu anhelaba poseer poder, gloria y mujeres estupendas, aunque no necesariamente en ese orden. De hecho, poseía bastantes acciones de una fábrica de armas que, para sorpresa suya, no conseguía vender nada ni dar beneficios. (No olvide el lector que esto es un cuento.)

La oficina del diablo estaba emplazada en una calle céntrica de la capital. Constaba de ocho habitaciones y debía de pagar un alquiler exorbitante. No era lugar de mucho barullo y la afluencia de público no era excesiva, sin ser tampoco muy reducida, lo que quiere decir que allí no iban muchos, aunque, por otra parte tampoco fueran pocos los que iban. En resumen, la clientela estaba bien, sin ser escasa ni abundante (y así sucesivamente).

Cuando llegó a la Sección de Pactos y Contratos, una recepcionista, fea como lo que era le dio un número que le sirvió para tener que esperar bastante a que le recibieran.

Mientras lo hacía, nuestro hombre se dedicó a contemplar la decoración de las oficinas que, pese al evidente mal gusto de incluir en sus paredes retratos al temple del diablo de Descartes, del de Leibniz y del de Spinoza, no tenían mucho de truculento. Aunque, por otra parte, tampoco es que tuvieran poco (pero no es cuestión de empezar otra vez como antes).

La razón de la carencia de truculencia era que la Dirección no había querido dar aspecto de malignidad a su sucursal en Madrid, siguiendo el consejo del consabido refrán: «Del mal, el menos y de la tierra, el cordero.» Las tres patas de cabrito sí colgaban encima del escritorio del que se hallaba al frente de la sección, como pudo observar.

Por fin le tocó el turno.

—Mi querido señor, ¿en qué puedo servirle? —le dijo una voz perteneciente a un señor bajito y con bufanda—. Tengo poco tiempo para dedicarle, así que le agradecería que fuera breve.

Carmelo sintetizó:

—Verá: yo quisiera servirme de la institución que usted representa, porque...

—Mire —le interrumpió—, vamos a cerrar de un momento a otro. Hagamos una cosa. Yo le entrego ahora los formularios, usted los rellena según sus deseos y mañana vuelve y resolvemos todo, ¿eh? ¿Qué le parece?

Se levantó y le acompañó hasta la puerta, tras entregarle unos papelurcios de color rosado.

—Pero...

—Nada, nada; no hay más que hablar. Si viene pronto se hará la escritura mañana mismo. Si es usted solvente y ofrece garantía, todo se ultimará rápidamente. Tenga, llévese también estos folletos informativos.

Y Carmelo se encontró en la calle. Los prospectos (publicados por un llamado Ministerio de Tentaciones) eran un panegírico de lo bien que se lo pasa uno en el Infierno, de sus muchas posibilidades y del amplio número de permutaciones y combinaciones de estas posibilidades, con el que se pretendía popularizar de nuevo una atracción a la que la apertura de los bingos había quitado mucho público.

Vuelto a casa tras gestión tan diabólica, nuestro amigo se dedicó a una labor más diabólica aún: rellenar formularios. Tras una lectura concienzuda del contenido de los impresos, llegó a una conclusión clara: aquello era un follón de mil diablos.

La cesión de alma al diablo no era total, sino una mera hipoteca que aseguraba al Malo durante sólo algunos años el usufructo del alma del abajo firmante. Según lo estipulado en el artículo siete, cláusula 3, apartado (b), el número de años de usufructo diablesco quintuplicaría el de años de felicidad terrestre asegurada al beneficiario. Dicha felicidad se facilitaría anualmente, siendo prorrogable de año en año a voluntad de partes. La venta de almas para toda la eternidad había dejado hacía mucho de ser popular y el último caso que se recordaba databa de 1912, sabiéndose, además, que el señor que la había vendido era totalmente ateo, no creía en el infierno y lo había hecho para embromar a unos amigos con los que había entablado una apuesta.

Al día siguiente Carmelo acudió de nuevo a la oficina diabólica para finalizar la gestión. El diablillo de la oficina le recibió amablemente, esta vez arrebujado en una manta, porque no se acostumbraba al frío de los inviernos de España. Estudió la solicitud.

—Bien, está muy bien —aseguró—. Vamos a redactar la escritura.

—¿Y la sangre? ¿Cuándo le doy la sangre? —preguntó el humano.

—Perdone, ¿cómo dijo?

—La sangre, para firmar.

—No se preocupe, eso es cosa nuestra.

Pronto tuvo ante sí el contrato comprometedor.

«Nos, poderosísimo Lucifer, juntamente con Satán, Belcebú, Leviathán, Astaroth y otros demonios hemos aceptado en usufructo el alma de . . . con las siguientes condiciones . . . consejo de los demonios. Visado con la signatura y el sello del diablo amo y de nuestros señores los demonios príncipes, etc., etc.»

Una vez extendido el contrato, el Jefe de la sección lo otorgó, dio fe, lo legitimó, lo documentó, lo certificó, lo legalizó, la visó, lo homologó, lo facturó, lo endorsó, lo registró, lo refrendó, lo autorizó, lo selló, lo fechó, lo encabezó, lo conformó, lo duplicó, y lo mandó abajo para la firma, acabándose los trámites en un periquete.

Mientras esperaba la firma del Vicediablo en funciones, imprescindible para la puesta en vigor del contrato, el Jefe de la sección informó a Carmelo de en qué consistía la responsabilidad contractual y otros apasionantes pormenores.

—Querido señor: a partir del momento de la firma del contrato, su felicidad será una responsabilidad de nuestra entidad, que le da una garantía de éxito de un año de duración, al final del cual podrá usted rescindir el contrato o prorrogarlo a voluntad por doce meses más. Durante ese año logrará sus deseos y disfrutará en lo posible del planeta en el que se encuentra y de sus recursos.

Oyendo eso se puso tan contento que, de puro no caber en sí de alegría, se le saltaron los botones de la americana.

—¿Hay muchos casos estos días? —preguntó Carmelo, por darle conversación.

—¿Gente que hipoteca su...? ¡Psch! Regular. Es un trabajo muy aburrido, éste mío, créame. Y luego, este frío de Madrid... —y se echó otra manta por encima.

—Yo tenía de... ustedes una idea un poco diferente. —dijo.

—¿Ah, sí?

—Una idea que oscilaba entre la no existencia y el concepto antiguo del rabo, los cuernos y la fealdad.

—Pues mire: en cuanto a lo de la no existencia, lo está comprobando por usted mismo. Y lo de la fealdad es una especie maliciosa que han propagado los hombres por envidia. Los feos son ellos. Lo del rabo es verdad —confesó—; pero lo llevamos escondido por pudor. En cuanto a lo de los cuernos, sí, concedo que en otras épocas se llevaban continuamente, pero ahora sólo se lucen en las fiestas de gala. Han pasado a ser meramente una parte del ceremonial.

—¡Demonio! —exclamó, impresionado.

—¿Qué? —respondió el otro.

La conversación se vio interrumpida por la irrupción en el despacho de un secretario que portaba el documento con la firma y el sello malditos en orden. Había salido por una trampilla del suelo que daba al sótano. («Al infierno se baja desde todas partes.» Anaxágoras, 500-428 a. de J.C.)

—Aquí tiene, caballero —le dijo con orgullo el diablo-secretario. Tiene que abonarme el importe de las pólizas. No aceptamos cheques.

Así fue como Carmelo vendió su alma al diablo.

 

*

 

Y éste cumplió su parte del trato, todo hay que decirlo, consiguiéndole a la fábrica de armamento antes mencionada un buen mercado internacional.

Pronto comenzaron a haber «incidentes fronterizos» la mar de sospechosos.

—¡Ya empieza! ¡Ya empieza lo bueno! —gritó Carmelo, jubiloso, al oír las noticias de la televisión.

El primer incidente fronterizo tuvo lugar entre Mongolia y la República del Senegal, donde se atizaron a modo, al negarse ambos a ceder territorios o a rectificar ni un sólo milímetro de sus mapas. Allí nuestro hombre vendió trincheras a montones.

Luego vino el hundimiento de tres pesqueros suizos, con varias muertes, del que se hizo responsable a Bulgaria. El Ministro de Asuntos Exteriores búlgaro estaba afónico (de resultas de una bronca con su señora) y no pudo hacer ninguna declaración para negar la responsabilidad de su país, por lo que el lío se armó de firme.

La República Centroafricana y el Chad se liaron asimismo por el control de algunos puertos, un tanto descontrolados hasta entonces.

El Paraguay y la Argentina, en acción conjunta, invadieron un buen pedazo del norte de Chile, llegando a un trato para quedarse con el nitrato. Fuentes bien informadas de ambos países confirmaron que el motivo de la guerra era el que los atacantes estaban tan mal de dinero que habían decidido meterse en un lío gordo para poder olvidarse momentáneamente de su angustiosa situación.

Luego, Italia le declaró la guerra a Túnez, cuando algunos miembros del cuerpo diplomático tunecino, aprovechando su inmunidad, intentaron meter subrepticiamente en el país unas cantidades de estupefacientes menores a las esperadas.

Para arrebatarse mutuamente unos yacimientos de petróleo, Suecia y Noruega entraron en una guerra que duró dos años, el tiempo justo que tardaron en enterarse de que allí no había petróleo ni cosa que se le pareciese.

La República de San Marino se apoderó totalmente en unas horas de todos esos países surgidos de la antigua Yugoslavia. Los motivos se desconocen aún.

Rusia, por su parte, dio un casus belli a Zimbabwe al negarle el conocimiento técnico que había prometido regalarle, en una comisión conjunta científica y técnica que, años antes, habla pasado por allí. Los rusos recurrieron a sus tanques y los zimbabwianos a sus brujos ancestrales, con lo que a los moscovitas se les cayó el pelo (literalmente).

Colombia invadió Venezuela, con el propósito ulterior de venderles las cataratas del Ángel a una cadena estadounidense de parques de atracciones, con el consiguiente follón.

Unos terroristas irlandeses un tanto nostálgicos y mal informados (pues no se habían enterado de que el terrorismo irlandés ya se había acabado) secuestraron a un político inglés. El Gobierno de Su Majestad Británica amenazó a Irlanda con la guerra si lo devolvían sano y salvo, porque el tipo era un malage y los otros miembros del Parlamento no querían verlo ni en pintura. Los terroristas lo devolvieron ileso y la guerra cundió enseguida en las islas británicas.

Un embajador polaco en Alemania, en medio de una borrachera, dijo algo ofensivo sobre la madre de uno de los dignatarios alemanes. La madre del susodicho declaró luego haberse regenerado hacía tiempo y estar ya plenamente inserta en la sociedad. A la sazón, se ganaba la vida honradamente, con su trabajo, regentando una frutería. Pero a altos niveles el asunto tomó mal cariz y empezaron a atizarse en la frontera de Polonia, ese sitio que se ha hecho famoso por no saberse nunca dónde está.

También Mónaco y Liechtenstein se zumbaron de lo lindo, por no ser menos y no desentonar.

Claro, que no todas las guerras fueron un éxito: también hubieron fracasos. Por ejemplo:

Pakistán invadió el Afganistán, pero los afganos no se dieron por invadidos, por lo que el ejército invasor se tuvo que volver de nuevo a su país.

En todo el mundo hubo otras guerras. Al final quedaron vencedores y vencidos. (Estas frases no son mías. Están tomadas de Bertold Brecht. © Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artístico o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.)

El Consejo de Seguridad de la ONU no se pudo reunir para resolver estos conflictos, porque habían levantado todo el suelo para renovar el parquet.

Carmelo, a estas horas, sigue hinchándose a ganar dinero.

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