¡China!
¡Dos sílabas misteriosas y exóticas! Tu nombre nos recuerda... nos recuerda... (No nos recuerda nada, porque nunca hemos estado allí. Pero tenemos que ir sin falta un año de éstos.)
¡Hogar de Lao Tse, K’ung Fu-Tse y del Dr. Sun Yat-Sen!
¡Cultura milenaria que llega hasta nuestros días deslizándose por el tobogán de los siglos!
¡Horno simbólico en el que razas y pueblos se acrisolan a 1600º como mínimo!
¡Receptáculo de sagradas tradiciones y sabidurías ancestrales!
¡Patria primera del arroz con leche!
¡Hechos maravillosos guarda tu historia!
¡China!
*
Llego ya al meollo del asunto que me ocupa: una reflexión sobre la insensata avidez de posesiones, el ansia insensata de acumular y acumular mucho de lo mismo, porque ¿cuántos platos de lentejas puede comerse un mortal al cabo del día?
La historia de los guerreros de terracota me viene de perlas para pontificar y moralizar a mi antojo sobre este asunto. Vamos allá.
Todo empezó en el año 210 a.C., cuando Qin Chi Huang se proclamó emperador de la China unificada. (No hay que confundir a Qin Chi Huang con «el quinqui Juan», famoso delincuente barriobajero que se dedicó al trapicheo de cocaína en Carabanchel alto durante los años setenta y que se hizo famoso por patentar una variedad nueva y hasta entonces desconocida de puñalada en el riñón. Hacemos esta advertencia... (¡anda!: me he colado por la fuerza de la costumbre; rectifico) hago esta advertencia porque se le ha confundido con el otro en más de una enciclopedia, donde en la entrada sobre el notorio maleante madrileño aparece una foto de un chino gordo y en bata de flores que despista mucho.)
El emperador temía mucho a sus enemigos (hacía muy bien) y quiso protegerse de ellos. Para ello no se le ocurrió nada mejor que organizar una ofrenda a Guan Yu, el dios de las batallas. Para ello, hizo modelar una efigie en terracota del susodicho dios y la veneró durante seis días y cinco noches.
Este suceso prueba el poco juicio del emperador, pues Guan Yu no era ningún dios ni Buda que lo fundó; fue un guerrero normal y corriente, quizá ligeramente más valeroso que otros (lo cual no es ninguna garantía de valor), un general al que algunos de sus soldados adjudicaron el título de «dios de las batallas» para tenerle contento y ver de conseguir un ascenso. Para aquel entonces Yu ya estaba muerto y putrefacto, por lo que poca intercesión divina podía aportar al asunto. Confundir a un dios con un señor es un error importante, pero puede sucederles a esas gentes que llaman tradición a cualquier majadería que han escuchado en cualquier parte.
El caso es que Huang se sintió más seguro tras aquella ofrenda. Hizo colocar la estatua en un lugar visible, dejó de temer a sus enemigos y se dedicó en cuerpo y alma a sus concubinas, lo que le resultaba mucho más agradable, por raro que les pueda parecer.
Aquella necedad habría acabado allí si no hubiera sido por Ling, todopoderoso ministro de Huang que ejercía sobre él un influjo más que mediano. A la hora de recompensar al artesano que hizo la estatua del divino general, Ling se guardó para sí parte del precio que el emperador decidió pagar. El terracotero no protestó y el ministro vio abierto el Tian (el Cielo).
Dedicó toda su labia, toda su persuasión y las habilidades adquiridas en un seminario de fin de semana sobre «Cómo hablar en público» para convencer a Huang de que si un dios le protegía, dos dioses le protegerían más.
El emperador entendió esta complicada lógica y se mostró de acuerdo. Se encargó otra figura de dios-guerrero y Ling se embolsó de nuevo la diferencia entre lo dable y lo dado, lo que en chino mandarín recibe el nombre de ‘kom xion’.
Lo que pasó a partir de ahí, ya se lo pueden ustedes imaginar. El ministro se inventaba cada día nuevos enemigos que supuestamente amenazaban las fronteras del imperio y le contaba a emperador nanguanes (milongas chinas) para inducirle a que encargara más imágenes protectoras. Huang, asustado, se obsesionó con el peligro e insistió en acumular guerreros y más guerreros. Nunca le parecían bastantes. Fue presa de lo que en medicina se conoce como karampolitis (afán de amontonar).
En la elaboración de las 8000 figuras y acondicionamiento de 400 tumbas donde éstas se hallan colocadas trabajaron más de 700.000 obreros, sin contar el personal administrativo y logístico que todo aquello precisó, los cocineros para dar de comer a tanta gente, los que les pegaban a los obreros con el látigo cuando se hacían los remolones y los que les llevaban el botijo en las horas de calor.
De todos esos sueldos Ling obtuvo su parte. De donde se deduce que por muy bien que hagamos las cosas en Occidente, la historia nos demuestra a cada paso que los asiáticos siguen siendo más listos y haciéndolas mejor y más a lo grande.
Hasta aquí la explicación de por qué se hicieron tantas figuras como se han descubierto, que es un no parar, porque los arqueólogos excavan y excavan y las estatuas no dejan de aparecer.
¿Protegieron efectivamente los guerreros de terracota a China de sus enemigos? ¿Los japoneses, los ingleses, le habrían causado más males de los que les causaron? No se puede saber. Es lo que en lenguaje técnico se conoce como «el síndrome de la luz del frigorífico». ¿Se apaga la luz de la nevera al cerrar la puerta? No se puede saber con certeza. La única forma de ver lo que pasa dentro es abrir la puerta, con lo cual la comprobación no vale. En este caso sucede lo mismo. Si no hubiera habido guerreros mágicos de terracota, ¿los enemigos de China le habrían hecho más daño al Celeste Imperio? No se puede saber con certeza, repito.
Unos breves párrafos sobre los guerreros de terracota y sus peculiaridades.
Se encuentran en unos terrenos del distrito de Lintong, en la provincia de Shaanxi que, casualmente, pertenecían nominalmente a un cuñado de Ling.
A la muerte de Huang, el lugar se abandonó y el mausoleo permaneció cuasiperdido durante dos mil años. Sólo lo visitaron algunos descendientes de Ling, a los que el muy previsor ministro había aconsejado en su testamento que se pasasen por allí unas décadas más tarde y se llevaran las armas que les habían colgado a los guerreros, para venderlas al peso, pues era una pena que se desperdiciaran en unos soldados de tierra que no iban a poder usarlas de todas formas.
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