Napoleón

 


Relación detallada de cómo le sacudieron en Waterloo

 

«¡El monstruo se ha escapado de la isla de Elba!», gritó en la bemol y al unísono todo París, cuando se supo que Napoleón Bonaparte se había cansado de tonterías y había abandonado su prisión.

«¡El malvado general ha conquistado Lyon!», se anunció en la ciudad del Sena, al saberse la noticia.

«¡Bonaparte avanza hacia París! Todos los ejércitos que se envían para detenerle cambian de bando y se le unen. Luis XVIII va a tener que ir haciendo la maleta», dijeron los habitantes de la capital a los pocos días.

«¡El invicto Napoleón está a las puertas de la ciudad! El Rey y su familia parten para el exilio», comentaron todos los franceses.

«¡El glorioso Emperador detiene su caballo en las Tullerías en medio del incontenible entusiasmo de todo el mundo!», fue el clamor de Francia entera.

(«Rectificar es de sabios», proverbio.)

*

Aquel regreso le sienta como una patada en las partes íntimas a toda Europa. En los cócteles del Congreso de Viena se le atragantan los canapés a más de uno. Los Borbones, desterrados, echan espumarajos de rabia por la boca.

La victoria inglesa en Leipzig y veinte años de guerra no han servido absolutamente para nada. Así es que todas las naciones del continente y lugares cercanos se arremangan y se disponen a la tarea de acabar para siempre con el general bajito. Los soldados de los ejércitos inglés, austriaco, prusiano y ruso les sacan brillo a los botones y afilan sus bayonetas, disponiéndose a llevar a cabo la ofensiva definitiva. Contra Napoleón se alzan generales de gran experiencia estratégica: el inglés Wellington, el prusiano Blücher, el austriaco Schwarzenberg y un ruso cuyo nombre teníamos apuntado en un papelito que se nos ha traspapelado (ya lo diremos luego, si lo encontramos).

Napoleón está en una situación complicada. Los enemigos le rodean por todas partes. Debe evitar que los cuatro ejércitos a los que se enfrenta se unan y de esta manera consigan comprar las balas y los víveres con descuento mientras que él los tiene que seguir pagando bien caros.

Decide dar la batalla definitiva en Bélgica y allí se dirige con su impresionante ejército. En Quatre-Bras se dispone a darse de bofetadas con Wellington y sus soldados. Confía en la victoria.

Pero el corso tiene un problema de campeonato. Si el prusiano Blücher consigue llegar con sus refuerzos al campo de batalla antes de que él logre vencer a los ingleses, entonces la cosa se pondrá fea, como un cuadro de Munch.

Y entonces comete una hamartía.

 

Inciso inevitable

¿Qué es una hamartía? ¿En qué consiste este término pedante con el que Gallud Jardiel azota a sus inocentes lectores?, se preguntarán ustedes.

‘Hamartía’ (αμαρτία) es la voz clásica griega para la metedura de pata de toda la vida. Aristóteles la menciona en su Poética y la traduce como «error trágico» o «error fatal»

*

Y la tontería que comete Bonaparte es confiar en un militar para intentar ganar una batalla.

La cosa sucede de la siguiente manera.

Napoleón necesita mantener alejados a los prusianos mientras él le sacude a placer a Wellington. Así es que pone a un tercio de su ejército al mando de un general con la misión de que se dedique a perseguir a los prusianos y no les deje acercarse ni tanto así al campo de batalla principal.

El problema es que ya no tiene estrategas. Sus generales han ido palmando uno tras otro en las diferentes campañas o bien se han jubilado y se dedican en cuerpo y alma a jugar al dominó, pegando golpes muy fuertes con las fichas sobre la mesa. Sólo le quedan militares obedientes y disciplinados.

Así es el mariscal Grouchy: orondo, mofletudo y de toda confianza. Cumplirá las órdenes bonapárticas al pie de la letra. Napoleón le azuza contra los prusianos: «¡Sus y a ellos!», y Grouchy parte después de tomar un tercio (del ejército).

Llueve mucho y la noche anterior a la gran batalla nadie duerme. A las ocho, suenan los tambores y los bayonetistas se disponen a ganarse el sueldo pinchando ingleses.

No describiremos esta batalla: es algo superior a nuestras capacidades literarias. Pero no importa, pues ya se ha hecho muchas veces.

(El lector curioso puede leer la narración de que ella hacen Walter Scott, Stendhal o el autor de la Pequeña Enciclopedia Columbia y se enterará de lo que quiera enterarse.)

A media tarde el partido está empatado y el resultado sigue siendo incierto. Ambos ejércitos se zurran la badana con decreciente entusiasmo, sin que la balanza se incline ni a favor de uno ni del otro. Es obvio que quién primero reciba refuerzos será el que se lleve al gato al agua.

*

Y es aquí donde se ve claro que la guerra es una cosa demasiado seria como para dejarla en manos de los militares. Aquella mañana, a no mucha distancia de donde se está librando la descomunal batalla, Grouchy y su tercio patean el barro persiguiendo en vano a unos prusianos a los que no se les ve el pelo por ningún lado.

Pero de pronto se oyen cañones. Napoleón y Wellington están ya arreándose. Algunos oficiales le hacer ver a Grouchy la necesidad de volver junto a Napoleón y ayudarle a vencer.

Il faut marcher au canon!

Pero, como dice el adagio, Jesucristo curó a los ciegos y a los leprosos, pero no a los tontos.

Al mariscal Grouchy le han mandado perseguir prusianos y él perseguirá prusianos. ¿No es la obediencia a tus superiores la mayor virtud de un soldado? El ejército ¿no va precisamente de eso: de no pensar por ti mismo?

Los oficiales insisten en ir hacia donde suenan los cañones.

Durante un minuto acogotante, el destino de Napoleón, de Francia, de Europa, de todo el mundo, depende de aquel majadero.

Si Grouchy tuviera el valor de pensar por su cuenta y hacer lo lógico, Napoleón vencería. De no hacerlo así...

Finalmente, el mariscal desoye las recomendaciones de todos sus oficiales, que le recomiendan, le aconsejan, le piden y hasta le suplican por la memoria de su santa madre que se dirija hacia el campo de batalla a auxiliar a Napoleón. Grouchy ordena con tozudez que siga la caza de los prusianos invisibles.

 

Los hombres a su mando no pueden hacer más que morderse los puños de rabia y murmurar entre dientes: «¡Qué mastuerzo!».

La cosa ya no tiene remedio.

*

Blücher, tras haber jugado al escondite con Grouchy, da un simple rodeo y llega con sus refuerzos prusianos al campo de batalla.

Wellington vence y se queda contentísimo, como ustedes se pueden imaginar.

Napoleón escapa y salva la vida por los pelos, pero ya no es emperador ni nada por el estilo.

Se vuelve a llamar a Luis XVIII para que haya alguien en Versalles y no esté aquello tan vacío.

El ex Emperador se rinde a los pocos días y le encierran en la isla de Santa Elena, esta vez con llave. Su sueño imperial de unir toda Europa bajo su puño se queda en agua de borrajas.

A Grouchy le nombran general en jefe y par de Francia. Recibe todos los honores y una suculenta pensión.


 

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