Alejado del mundo y sus tentaciones, yo era feliz en mi cueva, donde disfrutaba de la soledad y del recogimiento. Nada anhelaba. Nada me perturbaba. Nada me ligaba al mundo. Sólo poseía una camisa a cuadros, que lavaba a menudo en un arroyo cercano.
Un día llegaron tres hombres hasta mi retiro. Eran esbirros del zar. Sus rostros eran sombríos.
—Buscamos al hombre feliz —dijo uno de ellos—. ¿Tú conoces a algún hombre feliz? —hizo una pausa. Y al poco añadió—: ¿Y que, además, tenga camisa? Es que la princesa está enferma y le han dicho... Pero es una historia muy larga. Tú limítate a contestar a lo que se te ha preguntado.
—¡Psch! —respondí yo, disimulando, porque me olía que aquello no iba a acabar bien—. No sé. Feliz, lo que se dice feliz... Es difícil afirmarlo.
—Bueno, no perdamos más tiempo —cortó otro—. Vamos a ver: tú no estás casado y, por lo que vemos, vives aquí, o sea, que no trabajas y no pagas impuestos. ¿Te atreves a decir entonces que no eres feliz?
Ahí me habían pillado. Intenté ganar tiempo, porque era evidente que, por razones ignotas, aquellos rufianes pretendían apoderarse de mi camisa.
—Antes de contestaros —respondí— tendríamos que saber de lo que estamos hablando. Se impone definir los términos. Si no, podemos estar refiriéndonos a cosas diferentes. Es lo que se denomina un problema dialéctico.
—Explícate, padrecito —me apremiaron.
La erudición era la única arma de la que disponía en aquel trance.
—Comencemos por definir la felicidad —dije, para ganar tiempo—. Muchos autores han elucubrado sobre el tema. Ya Plutarco, en sus Vidas paralelas, afirmó que Aristón, el filósofo, se admiraba de que fueran tenidos por más felices los que poseían cosas superfluas que los que abundaban en las necesarias y útiles. Arriano, en la Historia de las expediciones de Alejandro, afirmó que es propensión general de las felicidades humanas que ninguna deje de padecer algún infortunio. Diógenes Laercio, en sus Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, contaba que Thales de Mileto...
Aquellos individuos cortaron mi perorata dándome un doloroso capón, al que siguieron un sonoro bofetón, un soberbio trompazo, un violento soplamocos y un descomunal mamporro.
—Déjate de monsergas y entréganos la camisa —me exigieron.
Se abalanzaron sobre mí y me la quitaron. Yo me resistí y forcejeé, pero en vano. Se veía que aquellos tipos estaban bien entrenados para tales menesteres. Me sometí a lo inevitable.
Los muy malvados dijeron:
—Y nos llevaremos más cosas, por si acaso.
Finalmente se fueron y yo volví a mi amada soledad.
Pero desde que ya no tengo calzoncillos no soy igual de feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario