José Martínez Ruiz «Azorín»

 


Este año se conmemora el 150 aniversario del nacimiento de este escritor alicantino. Puestos a conmemorar, cualquier cifra es buena.

Se llama José Martínez y rápidamente comprende que con un nombre así no tiene mucho que hacer en el mundo de la fama, por lo que desprecia su «Martínez» y busca un pseudónimo. Su amor por las aves rapaces le sugiere «Milanito», «Aguilito» y «Condorín». Opta finalmente por «Azorín», de ‘azor’. No sabemos con certeza el porqué del diminutivo. Nos lo imaginamos, pero no nos importa, porque no tenemos prejuicios.

Es de familia acomodada. Pasa su niñez con los Escolapios y eso deja honda huella en su alma cantarina.

Estudia Derecho, hace traducciones, es cinco veces diputado y dos, Secretario de Instrucción Pública. Viaja incansablemente, como suele decirse. Le nombran académico de la Lengua, lo que le da derecho a tomar chocolate todos los jueves por la tarde a costa del contribuyente.

Escribe mucho. Pero muy mal. De hecho, a su aparición en las letras españolas es a lo que se denominó luego «la catástrofe del 98».

Fracasan estrepitosamente sus novelas, sus poemas y su teatro, por lo que su club de ensalzadores (esos que laborarán luego para meterle de matute en todas las antologías y libros de texto) no tiene más remedio que optar por afirmar que es un grandísimo ensayista.

Dice que le gusta escribir, pero es mentira: se cansa muy pronto. Por eso sus frases son tan cortas y constan de sujeto + verbo y ya está (ejemplo: «El viajero camina. Hay un pueblo. El viajero se acerca. Es mediodía. Hace calor. El viajero suda.»)

Sin embargo, su prosa es descrita frecuentemente con cursiladas como «transida de intensa emoción», «de original contextura», «imposible de aquilatar en breves líneas», «de noble tersura», «de rica gama de tonalidades» y otras cretineces por el estilo. (Si alguien, con buena fe, cree que tales frases no son posibles, que me lo diga y yo le facilitaré la referencia bibliográfica, porque todo lo que pone en este libro es rigurosamente cierto. ¡No sé yo quién anda por ahí propagando el malintencionado rumor de que yo me invento cosas!)

Como no tiene absolutamente nada que decir, describe el paisaje. Sobre todo el de Castilla, por la sencilla razón de que le pilla más cerca. Su más famosa obra de este estilo es Los pueblos, las comarcas, los partidos judiciales.

Vive intensamente la realidad española (salvo entre 1936 y 1939, en que se va a Francia, porque decide que la realidad española mejor que la viva su tía la del pueblo.)

Se dedica a la crítica literaria y como, para colmo de males, es cervantista, asegura que la prosa de Cervantes es «viva y graciosa», mientras que la de Quevedo es «seca y rígida». O sea, que el buen hombre no se entera.

Se mete también a crítico teatral y afirma con toda su cara que en teatro no se ha hecho nada de mérito fuera de la obra Hedda Gabler, de Ibsen (por lo que para él Shakespeare, Lope, Calderón, Molière y Schiller son un hatajo de inútiles). Añade que en España no hay (ni ha habido nunca) buenos dramaturgos, pero se apresura a colaborar en una comedia (El clamor) con Pedro Muñoz Seca, con la esperanza de sacarse unos cuantos duros.

Prueba de que no gustó nada en su época es que en todas las fotos que le hicieron estaba ya viejo y arrugado, como pasa (no como nos pasa a todos, sino como una pasa, literalmente).

Afortunadamente hay una justicia poética en el universo y hoy la gente prefiere ver un documental sobre las costumbres sexuales del escarabajo pelotero antes que leer sus plúmbeos textos.

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