La historia del Taj Mahal
es mogollón de romántica,
que el mausoleo costó
cien millones de piastras,
medio reino y muchas deudas,
y no es algo que se haga
un día sí y otro también
para enterrar a una amada
por buena que esté (aunque ésta
parece que no lo estaba).
Contaré la historia entera:
un emperador majara
se casó con una chica
a la que dejó preñada
catorce veces seguidas
(casi no se levantaba
del lecho, como imaginan),
al tiempo que desdeñaba
a cien bellas de su harén,
tratándolas con desgana.
Sólo amaba a su Mumtaz
que era feílla. Su cara,
según muestran los retratos,
era redonda y vulgar.
Además, era muy plana.
Era bajita y gordita.
Y una de dos: o hacía magias
negras para dominar
la voluntad del monarca
y tenerle hipnotizado,
o era muy buena en la cama,
porque, si no, no se explica
tanta pasión indostana.
Como fuese, se murió
y las imperiales lágrimas
llenaron catorce aljibes,
siete odres y una jarra.
Para entretener su pena
el emperador va y manda
construir un mausoleo
todo en mármol de Carrara,
con muchas incrustaciones
de perlas y joyas varias.
Al cabo de varios años
ya la obra está acabada.
Se ha matado al arquitecto,
como la tradición manda,
para que no se le ocurra
volver a diseñar nada
que resulte más bonito
que el mausoleo de Agra.
Pero el rey no está contento
y un día se dice: «¡Vaya!
¿No quedaría muy bien
enfrente de la explanada
una tumba en mármol negro
para mí?» Y luego exclama:
«¡Por supuesto! Yo también
merezco el lujo de Asia».
Pero este bello proyecto
quedó en agua de borrajas,
pues los hijos se opusieron
a él con todas sus ganas
porque resulta que el mármol
de color negro costaba
allá por aquel entonces
tres o cuatro pastas gansas.
Así que, para evitar
tanta ruina soberana
dieron al progenitor
como perpetua morada
una mazmorra pequeña,
asquerosa y subterránea,
se repartieron el reino
y aquí no ha pasado nada.
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