La vez que estuve a punto de desatar yo solito una guerra
En las tardes lluviosas de otoño, cuando me pongo nostálgico y recuerdo los años pasados y que ya no van a volver (lo que, por otra parte, está muy bien, porque si los años pasados volvieran se armaría un lío de los de mucho cuidado), me da por darle vueltas en la hormigonera del recuerdo a aquellos momentos de mi vida que han sido esencialmente distintos a los rutinarios y menos aburridos a la hora de contarlos.
Así es que hoy les contaré como estuve a punto de desencadenar una guerra. (Yo no: un compañero mío de trabajo que estaba allí, a mi lado. Pero bueno, yo estuve en medio del tinglado).
Todo esto no tiene gracia alguna, pero es rigurosamente cierto.
Corría el año de 1985 ó 1986. Yo me encontraba en Nueva Delhi y me habían contratado para trabajar de intérprete en una Conferencia Internacional de Jefes de Estado sobre el Desarme (Six Nations Summit on Disarmament). Las naciones participantes eran la India (la anfitriona), México, Argentina y tres más que no recuerdo.
Lo que sí recuerdo fue el inmenso despliegue de seguridad en torno al Vigyan Bhawan —el lugar donde tendría lugar la conferencia—, en el centro de la ciudad. Tardé tres horas en pasar todos los controles, ponerme todas las pegatinas y llegar a la cabina de interpretación.
El sistema de trabajo era el siguiente: yo, junto con otra persona, interpretaba en una cabina de inglés a español. En la cabina siguiente, mi compañero (le llamo así porque era también profesor en la misma universidad que yo), interpretaba de español a inglés. En otras cabinas se ocupaban de otros idiomas.
Empezó la conferencia con el máximo de secreto. Hubo una sesión secreta inicial, sólo para los jefes de estado (en donde no se habló de nada importante: sólo de si la palabra a emplear debería ser ‘detención’ de la escalada armamentística, ‘alto’, ‘parada’ o qué: un detalle dialéctico superfluo ante el problema de las armas.
La conferencia fue bien. Acabó el último discurso y comenzó la rueda de prensa final. Y la última pregunta de uno de los delegados, dirigida al presidente de Argentina (creo que entonces era Alfonsín, pero no me hagan mucho caso) fue: «¿Qué proyectos tiene su gobierno en relación con las Malvinas? (Todos recordarán el conflicto que había tenido lugar con el Reino Unido, unos años antes.)
Entonces el argentino dijo, en español, que no pensaban intervenir militarmente en las islas.
Mi compañero, en la otra cabina, no escuchó bien el «no» y dijo —traduciendo al inglés para la mayoría de delegados, que eran angloparlantes— que «Argentina pensaba intervenir militarmente en las Malvinas».
La metedura de pata fue grande. Las condiciones de trabajo la justificaban en parte, porque en cada cabina, por motivos de seguridad, había dos agentes de paisano que en circunstancias normales no deberían haber estado ahí, puesto que en cada cabina sólo había lugar —y ése escaso— para las dos sillas de los intérpretes. O sea, que estaban incómodos, hacía calor, era el final del día, estaba cansado y todas las justificaciones que se quiera. Aunque, por otra parte, independientemente de lo que oyera por los auriculares, ¿a quién se le ocurre pensar que un jefe de estado va a anunciar en público que piensa iniciar una guerra en cuanto regrese a su casa?
Entonces empezó el baile. Los jefes de estado, sentados a la mesa, no habían escuchado la respuesta traducida al inglés, por lo que se quedaron tan panchos. Pero entre los quinientos delegados del público que sí había escuchado la declaración de guerra hubo un silencio atroz. Entonces alguien salió corriendo desde el final de la sala, en dirección a la mesa. Los agentes de seguridad que custodiaban las vidas de los estadistas se echaron sobre él, impidiéndole avanzar (como en las películas; no le pegaron tres tiros allí mismo por un milagro). Se armó un gran revuelo y todos los presentes se pusieron en pie. El hombre, sin embargo, consiguió convencer a los agentes de que le dejaran acercarse al Primer Ministro Indio, Rajiv Gandhi. Accedieron y le llevaron a rastras hasta la mesa, donde los líderes tenían para entonces más miedo que vergüenza, porque pensaban en un loco que les quería atacar. El hombre, sostenido por los agentes, le dijo algo al oído a Rajiv Gandhi (le dijo, claro está, lo que se había escuchado desde el público por los auriculares.)
Yo presenciaba todo esto sin sonido, porque desde la cabina sólo escuchábamos lo que se decía por los micrófonos.
Rajiv Gandhi cogió un micrófono y se dirigió al público. Explicó que había habido un error de interpretación —y lanzó una mirada asesina en dirección a nosotros— y que lo que había querido decir el argentino era que no, repetía, no iban a intervenir militarmente nunca más.
Hubo otro largo silencio y todo el mundo se levantó para marcharse. Los seis líderes quedaron discutiendo en la mesa, a la vista de todos, dándose y recibiendo explicaciones sobre lo sucedido.
Era el momento de que rodaran cabezas. Se nos acusó al equipo de interpretación de español de haber querido liarla. Se abrió una investigación para saber quién había sido el responsable (yo no fui; yo interpretaba sólo de inglés a español y no al revés). Las deliberaciones de la investigación duraron meses.
Nunca nos pagaron por aquel trabajo.
(Entonces fue un alivio para mí no haber sido el culpable directo del follón. Pero ahora, pasados los años, siento un poco de envidia del estúpido de mi compañero y pienso que me habría gustado ser el protagonista y no sólo un mero testigo de aquella metedura de pata que estuvo a punto de hacer que la Margaret Thatcher desempolvara de nuevo sus cañones.)
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