Alejandro Magno

  


Un señor que mató mucho

y mató bien fue Alejandro

Tercero de Macedonia,

conocido como «Magno»

(nombre que muchos pronuncian

mal y convierten en «maño»,

un rey con toda la barba

de hace la tira de años

que era hijo de Filipo,

otro rey bastante guarro

que no se lavaba nunca

y te daba mucho asco

pero que pese a esta falta

—que Zeus le haya perdonado—,

unificó toda Grecia

y a sus ciudades-estado

y fue un monarca, en resumen,

algo más bueno que malos.

 

La existencia alejandrina

nos la ha contado Plutarco,

un historiador que es-

taba en todos los fregados.

Como era muy revoltoso

y enredador, le expulsaron

enseguida del colegio

de los padres escolapios.

Fue entonces cuando Filipo,

por ver de enseñarle algo,

por por desborricarle un poco

y que fuera menos asno,

le puso de preceptor

a Aristóteles, el sabio,

que hizo el hombre lo que pudo,

lo que no fue demasiado.

 

Le enseñó a blandir la espada,

el chino y el esperanto,

equitación, arquería,

crochet y a bailar el tango,

mas no consiguió que abriera

jamás un libro ni harto

de vino, que los estudios

se la traían al pairo,

por lo que jamás logró

sacarse el Bachillerato

y nunca supo de cierto

si dos y dos eran cuatro.

 

Tras la muerte de su padre,

Alex reinó trece años

(que son cincuenta y seis mil

novecientos días y un rato),

pero se aburrió enseguida

del jolgorio cortesano.

Él quería algo distinto

y un tiempo estuvo dudando

entre conquistar el mundo

o bien poner un estanco.

Al final se decidió

por hacerse con el vasto

territorio de los persas,

ya fuera entero o a cachos.

Reunió a sus soldados, hizo

la maleta, puso al mando

de sus dominios en Grecia

a un amigo suyo, Antípatro

(que pese a lo que esto pueda

sugerir, no era antipático)

y se fue a comerse el mundo

como si fuera un lenguado

al Grand Marnier, por ejemplo,

u otro suculento plato.

 

Cuando llegó al Helesponto

—un estrecho muy mojado

que está allí, en el mar Egeo—

fue y se lo cruzó de un salto.

Hizo una parada en Troya

para colocar un ramo

de flores sobre el sepulcro

de Aquiles, su héroe adorado,

y para ponerse me-

dias suelas en los zapatos.

Luego siguió su camino

hacia territorio asiático.

(No hemos dicho que antes de eso

también se había parado

una semanita en Jonia

a que le hiciera un retrato

Apeles, que era un pintor

que te sacaba muy guapo,

que cobraba un precio módico

y podías pagarle a plazos.)

 

Ganó unas cuantas batallas:

la de Issos, la de Gránico,

la de Gangamela y otras

de nombres aún más extraños.

Se apoderó de metrópolis,

de polis y de poblachos

e hizo pasar a cuchillo

a sus sátrapas y sátrapos,

y emprendió tantas conquistas

que al final no daba abasto.

 

Se encontró a las amazonas

bañándose en el mar Caspio

y no le gustaron nada,

que eran todas marimachos.

A los persas les zurró

la badana, dio lanzazos

hasta hartarse y no paró

hasta que estuvo cansado.

Fundó setenta ciudades

—lo que no es moco de pavo—

con sus casas y jardines,

aeropuertos y palacios,

sus ágoras y sus bingos,

y sus respectivos campos

de fútbol, lo que demuestra

que era todo menos vago.

Y como el hombre no era

muy modesto, que digamos,

llamó Alejandría a cincuenta,

por lo que siempre ha costado

distinguirlas, porque acabas

más mareado que un pato.

 

De su vida personal

hay que dar algunos datos.

Era devoto de Zeus,

pero mucho más de Baco,

lo que quiere decir que

pasaba el día dando tragos

o, como suele decirse,

bebía como un cosaco

y le daba sin cesar

al vino tinto y al blanco

desde que la blanca aurora

despuntaba hasta el ocaso,

por lo que no es de extrañar

que fuera siempre borracho.

 

Se casó un montón de veces.

Vamos, que se hizo un serrallo.

Pero a sus muchas mujeres

no les hacía ningún caso

por dos razones sencillas:

que se había desposado

por política y que él

prefería a los muchachos,

sobre todo, si eran griegos

y estaban bien educados,

porque a ellos no tenía

que colmarles de regalos

como a sus muchas esposas

y le salían más baratos.

 

Hemos de reconocer

que tenía mucho gancho

y fue un jefe popular

entre todos sus soldados,

pues se sabía de memoria

todos los nombres de cuantos

iban con el: Filoctitos,

Epiglotas, Profilatos,

Caliponcios, Octaedros,

Pírulo, Lípido, Sápalo,

Escrúpulos, Karamelos,

Mistroncios y otros palabros

rarísimos que aprendérselos

era un follón del diablo.

 

Prácticamente vivía

a lomos de su caballo

y no se bajaba de él

ni para ir al lavabo.

Allí pensaba estrategias,

contrataba mercenarios,

despachaba sus asuntos

con todo el generalato,

allí dormía la siesta

y tenía su despacho.

Mas de estar siempre subido

al jaco, se le hizo un callo

en un lugar que nosotros

—por buen gusto— nos callamos.

 

Tras derrotar a Darío

y mandarle al otro barrio,

el ejército propuso

tomarse un año sabático

y gozar de los tesoros

que se habían agenciado

con el sudor de su frente

y a base de dar trompazos.

Alex les dijo que nones,

que tenía planeado

ir de un tirón a la India

a pasar allí el verano.

Pero los soldados griegos

estaban ya muy quemado

y además, eran muy pocos,

que se habían quedado en cuadro.

Dijeron a su caudillo

que estaban bastante hartos,

que la India estaba más lejos

que Trinidad y Tobago,

que, por lo que se decía,

allí solo había tábanos

y que se volvían a casa

sin parar ni en los semáforos.

 

Aunque aquella rebelión

le dejó muy cabreado

y con ganas de mandar

a todos a freír espárragos,

a Alex no le quedó otra

que volverse con el rabo

entre las piernas a Grecia

(este episodio es un clásico).

 

La cosa no fue tan fácil,

pues al tomar un poblado

inmundo de cuatro casas,

le atizaron un flechazo

que no le sentó muy bien

y que lo dejó planchado.

No sólo esto: al poco tiempo

de este suceso nefasto,

en un festín le sentó

como un tiro un comistrajo

(y no faltó quien dijera

que se lo habían cargado

usando el procedimiento

típico del jicarazo).

El caso es que al día siguiente

estaba en el catafalco.

 

Esa noche, cuando estaba

ya moribundo, pasaron

para despedirse de él,

uno a uno sus soldados,

con que su tienda se puso

llena de olor putrefacto

(que ustedes no se imaginan

como huelen los sobacos

de los soldados que llevan

un lustro sin darse un baño)

y esta visita acabó

de rematar a Alejandro.

 

Cuando la gente escuchó

lo de su muerte en la radio,

se armó un revuelo imponente,

sobre todo, entre los diáconos,

unos generales que

acabaron a guantazos

al no ponerse de acuerdo

a la hora del reparto

del imperio alejandrino,

que se hizo mil pedazos.

 

Aquí se acaba la historia

de un hombre que hizo más daño

que diez elefantes en

una tienda de cacharros.

Su vida inspiró a un montón

de otros hombres sanguinarios

que, por conseguir poder, a-

sesinaron a destajo

y con tremenda eficacia,

como, por ejemplo, a Napo-

león Bonaparte y a César,

a Mussolini y a Franco,

y a Adolfo, el del bigotito,

por mencionar a unos cuantos.

 

(Ahora que nos damos cuenta:

se nos había olvidado

un episodio famoso:

aquel del nudo gordiano,

en que el rey sacó su espada

y cortó de un solo tajo

un nudo que no había forma

humana de desatarlo.

No importa, si les parece

bien, pues ya se lo contamos

en otro momento. No es

importante, en cualquier caso.)

 

(NOTA FINAL: Si leer esto se les ha hecho largo, imagínense ahora lo que debió de ser recorrerse media Asia a pata.)


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