Nuestro Pequeño Mundo

  


Nos invade la nostalgia, pues nos hacemos viejos, y aunque somos incapaces de recordar lo que desayunamos ayer, vienen a nuestra mente senescente recuerdos de mocedad feliz (¡huy, qué cursilada!) de cuando éramos aún jóvenes e indocumentados. ¡Qué tiempos aquellos, en que con una peseta te podías comprar un Chupa-Chups...!

Yo me hice «fan» de Nuestro Pequeño Mundo en 1972.

En materia musical mis preferencias pueden parecer censurables (de hecho lo son, por parte de muchos de mis amigos), pero son muy claras. Aborrezco el rock en todas sus modalidades, detesto el flamenco (sobre esto volveré a hablar) y desprecio el «pop». Todas las demás músicas me encantan (se entiende que no las piezas de ínfima calidad), las clásicas, los jazzes, los bluses, etc., así como las folclóricas de acá y acullá. (Tengo a gala poder tocar con la guitarra chacareras muy decentes.) Y me gusta mucho el folk sofisticado (entendiendo por este concepto la música popular de cualquier país decentemente interpretada, no esas grabaciones que los folcloristas les hacen a los pastores en medio del monte, en las que los pastores desafinan, no se saben la letra y mezclan varias melodías, y que hacen las delicias de algunos investigadores despistados.)

En ese campo destacó Nuestro Pequeño Mundo, de quien ya nadie se acuerda hoy pero cuyo recuerdo me ha impelido a escribir este escrito (¡redundancia que te crio!) homenajoso.

Fueron valientes.

Cuando todos anhelaban guitarras eléctricas que metieran mucho ruido, ellos incorporaban en su grupo un contrabajo.

Cuando los letristas usaban el inglés o intercalaban «¡Oh, yeah, yeah!» en sus canciones para darles un aire más internacional, ellos grabaron el conocido tema popular Me casó mi madre (chiquita y bonita, ¡ay, ay, ay!).

Cuando los cantantes se vestían con chaquetas de lamé dorado, ellos no se vestían (no es que cantaran desnudos, sino que se ponían la ropa de a diario; con ello fueron los pioneros en esa moda informal que ahora priva. Uno de ellos, incluso llevaba una boina que recordaba al «Che»).

Eran (o al menos a mí me lo parecían) rebeldes, que no se dejaban arrastrar por las metas de llegar a Eurovisión y esas cosas, sino que revolucionaron el panorama musical con una revisión de temas populares de todas partes. Igual le daban a Los campanilleros que a The Drunken Sailor.

(Tampoco fueron originales cien por cien. Tomaron temas de Harry Belafonte y de The Weavers, así como de Peter Seeger o Woody Guthrie.) Rivalizaron con Mocedades, que eran más del régimen, por así decirlo. Crearon escuela y pronto surgieron otros grupos folk que incluso perduraron más: Jarcha, Vino Tinto, Nuevo Mester de Juglaría, La Compañía... Pero ellos fueron los pioneros y mostraron a los otros el camino a seguir (¡cursilada otra vez!).

Desaparecieron en el olvido. Sus discos se encuentran con dificultad y sólo unos pocos recordamos a aquellos chavales que para la portada de su primer LP eligieron una foto donde se les veía de pie, con sus guitarras y sus banjos delante de un montón de bidones oxidados amontonados delante de una valla.

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