Fundación

 


No sé si han leído ustedes

—igual lo han hecho, igual no—

los tomos que integran el

ciclo de la Fundación,

escrito por ese monstruo,

rey de la ciencia-ficción,

famoso por sus patillas

y sus cuentos de robots

que tiene un nombre judío

y ruso: Isaac Asimov.

 

Si nunca los han leído,

háganme caso: háganlo.

Si lo hicieron una vez,

repitan y háganlo dos,

porque con cada lectura

se saca alguna intención

nueva, se aprenden más cosas

y se disfruta un montón.

 

Va de imperios planetarios

el argumento en cuestión,

mas no de ovnis, ni lásers,

ni de híbridos de dragón

y funcionario estelar,

pues toma su inspiración

—que es una forma elegante

de decir que lo copió—

de la Historia del imperio

romano, de un tal Gibbón

o Gibbon, quien dejó escrita

de pe a pa y de pi a po

todo lo acaecido en Roma

desde Rómulo a Nerón,

describiendo con detalle

a la gente comm’il faut

de aquellos tiempos famosos.

En fin: que Isaac tomó

prestada la historia e hizo

con la Roma un parangón

político-futurista

que le quedó hecho un primor.

 

Les cuento, para que vean

si les interesa o no.

Un científico afamado

inventa la Psicohisto-

ria, que es una disciplina

para conocer mejor

qué va a ocurrirle a la gente

cuando pase un siglo o dos.

Se basa en las matemáticas

(por lo que su explicación

me salto, pues soy de Letras

y no sé de la cuestión).

El caso es que el tipo sabe

todo el futuro, mejor

que cualquiera pitonisa

o echadora de tarot.

Y cuando se muere, va

y deja una grabación

en que explica la manera

de evitar que un problemón

de proporciones galácticas

acabe con el «cosmós».

 

(Ya sé que ‘cosmos’ es llana,

no se imaginen que yo

soy más bruto que un arado,

mas la rima me obligó

a hacerla aguda del todo

porque quedara mejor.

Ustedes disculpen. Sigo.)

 

Luego está el Emperador,

que es un pájaro de cuenta

y un tanto marimandón

(cosa que va con el cargo).

Tampoco falta un robot

muy perfecto, que es más listo

de lo que lo fue «Edisón»

(lo he vuelto a hacer otra vez;

bueno, les juro que no

se volverá a repetir:

de nuevo pido perdón).

El robot es un androide

y un super-ordenador

y mangonea el cotarro,

aunque con buena intención.

 

Para guardar el secreto

sin que lo sepa ni Dios,

los científicos deciden

fundar una Fundación

para proteger los mundos

desde el incógnito. (Hay dos

fundaciones, al final,

por lo que se arma un follón

de aúpa cuando pretenden

competir por el control

del nuevo Imperio Galáctico,

con capital en Trantor,

que es una ciudad metálica

que se limpia con «sidol».)

 

Pasan mil cosas curiosas,

no falta la diversión.

Hay crímenes planetarios

que son un misterio atroz,

montones de peripecias

y aventuras a go-gó.

Hay más personajes raros

que en un concierto de rock

y los sucesos políticos

están llenos de complots

(‘complotes’, que la Academia

manda usar esta versión),

manteniendo el interés

en toda la narración.

(Y añado que su lectura

no aumenta el colesterol.)

 

En resumen: que estos libros

se leen bastante mejor

que la Biblia, la Divina

comedia, el Decamerón,

la Vida de Santa Te-

resa, el Quijote (¡qué horror!),

el Ulises de James Joyce,

las Cartas de Diderot

o que las Páginas a-

marillas de tu región.

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