Joaquín Benito de Lucas

 


          El gran poeta talaverano Benito de Lucas —lamentablemente ya fallecido— fue nuestro invitado en el Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi allá por el año 1988 o así. Vino como profesor visitante para dar una serie de conferencias y, pese a la calidad de las mismas, era obvio que aquella actividad académica era lo que menos le interesaba.

          Para lo que de verdad había viajado a la India era para empaparse de sensaciones que luego pudieran ser motivo de poesía. Pocos lugares hay tan sugerentes, llenos de misterio, exotismo, elementos culturalistas, historia y leyenda como la India, por no hablar de la realidad del momento, de lo atractivo de sus gentes y de sus paisajes.

          Y Joaquín se dedicó a ello de pleno. Viajó por el país todo lo que pudo durante su estancia y fue componiendo en trenes y autobuses unas deliciosas poesías que luego cobrarían entidad en un poemario titulado Invitación al viaje.

          En aquel libro Joaquín me dedicó un verso.

          Yo no había tenido en aquellos días excesivos trato con él ni le ayudé especialmente con nada, de manera que se justificase el agradecimiento. No. creo que simplemente Benito de Lucas disfrutaba mucho de la experiencia de India y eso le hacía sentirse contento y generoso.

          Sí le traté bastante años después, ya en España, y me distinguió con su amistad. Coincidimos en numerosos cursos de verano, en los que compartimos hotel, mesa y piscina (cuando esos cursos se celebraban por todo lo alto con subvenciones de los bancos). También me invitó para que diera alguna charla que otra a sus alumnos de literatura en la Universidad Autónoma de Madrid. Incluso su esposa me convenció para que participará eventualmente en una tertulia semanal que dirigía en el café Gijón.

          Joaquín era un habilidoso conversador, muy interesante en sus ideas, preciso en su exposición y respetuosísimo con las opiniones ajenas. Su bonhomía era proverbial.

          Pero no es este trato amable ni su amistad lo que más recuerdo de él. Cuando sale su nombre en la conversación o cuando viajo a Talavera, lo que me viene a la mente es aquel verso inmerecidamente dedicado que tanto me había alegrado. De ello se deducía que se puede dar felicidad con la palabra. Y las bellas palabras no cuesta mucho escribirlas.

          Según nos cuenta Stefan Zweig en su magnífica biografía de Balzac, el escritor francés hizo célebre a un sastre desconocido en París con tan solo mencionarlo elogiosamente en sus novelas.

          Pero no estoy hablando aquí de crear tendencias, sino de proporcionar contento. Desde entonces aprendí aquella lección de Joaquín y ninguno de los que se han dirigido a mí para pedirme una crítica, una reseña o un prólogo han quedado defraudados. He procurado ser agradable con mis adjetivos y positivo con mis juicios. Cuando alguien merece un elogio es tremendamente injusto no dárselo. Las palabras de reconocimiento, aunque vengan de un extraño, pueden aliviar nuestras angustias, reducir nuestros complejos y reforzar nuestra confianza en nosotros mismos. Y las buenas palabras son gratis; no cuesta nada ser munificente con ellas.

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