Francisco de Goya

 


           ¿Quién mejor que el mismo Goya para contar su vida?

          Así es que me he decidido a hacerle hablar. Ahora, que no se imaginan ustedes lo mucho que me ha costado conseguir hacerle la entrevista al muerto.

          Para este fin, he viajado hasta la Gloria, donde reside desde su muerte el gran pintor, para que responda a las preguntas que quiero hacerle. A las que no quiero hacerle no hace falta que me responda. Me recibe amablemente, aunque enfundado en una túnica muy cursi y demasiado transparente para lo que conviene a su dignidad de artista consagrado.

          Aunque es bien visible que vengo sedientos del largo trayecto, no me ofrece nada: ni un café, ni un refresco, ni siquiera agua. (Sabrán ustedes que las malas lenguas decían en su tiempo que don Paco era un grandísimo avaro. Se rumoreaba que murió sin llamar al médico, tras caerse por las escaleras de su casa de Burdeos, en las que había un peldaño roto que se empeñó en no reparar, para ahorrarse unos cuantos francos. No sabemos si la aseveración de su tacañez es cierta. En el transcurso de la entrevista puede que tenga ocasión de confirmarla o refutarla.)

          Comienzo.

 

—Buenos días, don Francisco. Le entrevistamos para no tener que vernos la película de Saura, por si es un rollo de padre y muy señor mío. Y nuestra primera pregunta es: ¿cómo se siente uno viviendo en la Gloria?

          —¿Quéeeeeeeeeeee?

          (Nos habíamos olvidado de que Goya era sordo. Alzamos la voz y repetimos la pregunta.)

          —¡¡¡¿Que cómo se siente uno viviendo en la Gloria?!!!

          —¡Ah! Pues es un poco aburrido, la verdad. Y luego, ¡hay por aquí cada advenedizo...! Es que dejan entrar a todo el mundo: asesinos, violadores, tonadilleras, diputados... a cualquiera.

          —En primer lugar queremos informarle, pues probablemente no lo sepa, de que España ha honrado su memoria al crear los Premios Goya a la Interpretación Escénica. Espero que esto le agrade.

          —Gracias. Ya lo sabía. Pero no sé qué decirle al respecto. No me parece demasiado adecuado darle mi nombre a esos premios, porque yo no iba nunca al teatro; y al cine, solo en contadísimas ocasiones.

          —Háblenos de sus tiempos, del reinado de Fernando VII.

          —Yo no me enteré de mucho. De Fernando les puedo decir que tenía muy buena mano para hacer calceta, detalle que muchos historiadores ignoran.

          —Usted pintó unos cuadros que representaban una España terrible, cruel y bárbara. ¿Era así en realidad o estamos hablando del producto de su efervescente imaginación?

          —¿Pero ustedes en qué mundo viven, señores míos? Yo no pinté casi nada, si se considera todo lo que vi. Nuestro país es mucho más bruto de lo que ustedes y yo podamos pensar. Otra cosa es que nos creamos el barniz de civilización que parece tener. ¡Pero rasquen, rasquen un poco y ya verán lo que se encuentran debajo!

          (Decidimos cambiar de tema.)

          —Desde la Gloria, ¿contempla usted la España actual y a sus artistas?

          —¡Qué remedio me queda! Aquí no hay otra cosa que hacer.

          —Hablemos de pintura. ¿Qué opinión le merece a usted el arte abstracto?

          —¿Me están ustedes tomando el pelo o me lo preguntan en serio?

          —¿Qué le parecen los pintores modernos?

          —¿Qué pintores? En España ya no hay pintores. Hay unos señores que hacen cosas raras. Está el catalán ese de las manchas...

          —¿Miró?

          —El mismo. Es al que yo llamo «el artista peripatético».

          —¿Y eso?

          —Porque era la verdadera manera que tenía de pintar. ¿No ven que desde aquí he podido ver a todos los hombres en su intimidad? A mí no hay quien me la pegue. El tal Miró colocaba en su estudio, digamos, treinta lienzos en blanco en sendos caballetes. Cogía una brocha y el bote del amarillo, por ejemplo, e iba caminando y poniendo manchas diversas en cada lienzo. Cuando llegaba al punto de partida, tomaba otro color y repetía la acción, dando otra vuelta. Al cabo de cuatro o cinco paseos en círculo, tenía treinta cuadros acabados en media hora. A los precios a los que los vendía, ¡ya me dirán si no era negocio!

          —Visto así...

          —Y luego está el de la cola.

          —¿Quién?

          —Tàpies. Un señor que compraba bidones de adhesivo industrial y, ¡hala!, pegaba en el lienzo telas de saco, calcetines... lo que se le pusiera por delante. Si yo hubiera hecho eso, habría sido la rechifla de mis contemporáneos.

          —¿Qué opinión tiene usted de Dalí?

          —Que bueno.

          —¿Y de Picasso?

          —Que ¡pchs!

          —O sea, que el último gran pintor español ¿ha sido usted?

          —No, no. Yo soy solo un emborronador de lienzos, un imitador de Velázquez, de cuyos cuadros aprendí. Yo, para obtener el título de Maestro de Pintura, suspendí dos veces consecutivas, ¿saben? Quien mejor ha pintado en España ha sido el Tiziano. Lo demás son cuentos.

          (Nos admira esta modestia, tan poco española, y así se lo hacemos saber. Continuamos.)

          —Tratemos ahora de sus obras. Ha habido mucha polémica sobre sus dos majas: la vestida y la desnuda. Dicen que retrató a la duquesa de Alba. ¿Es así?

          —¡Santo Dios y qué bruta es la gente! No. Pinté a Pepita Tudó, la amante de Godoy, que fue quien encargó los cuadros. Era un juguete erótico que se proporcionó, el muy pillín. Ambos lienzos estaban uno encima del otro, pero el de la maja desnuda no se veía sino accionando un mecanismo de resortes y poleas que alternaban la visión de los cuadros.

          —¡Qué interesante! Y una última curiosidad...

          —Venga.

          —Usted fue un gran retratista e inmortalizó en sus lienzos a muchos personajes del momento. Pero hemos observado que en la mayoría de estos cuadros a los retratados no se les ven las manos: todos las tienen a la espalda, en los bolsillos u ocultas tras los ropajes. Este detalle nos ha picado la curiosidad. ¿Puede decirnos cuál es la razón?

          —Pues es muy sencilla. Pintar manos es muy difícil; esto se lo puede confirmar cualquiera que entienda algo de pintura. Yo dominaba a la perfección la técnica de pintar las manos, por supuesto.

          —¿Entonces?

          —Pero como ello entrañaba una dificultad mayor, si alguien quería que se le viesen las manos, pues me tenía que pagar un suplemento extra en el precio del retrato.

          Confirmadas ya nuestras sospechas, le decimos adiós al gran artista que se despide de nosotros con efusividad.

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