El sexo en el siglo XVII


Durante el siglo XVII la población de Europa disminuyó notablemente, lo que es indicativo de que los europeos lo hicieron poco o bien lo hicieron con más cuidado que antes.

          En estos años fue cuando la ciencia comenzó a descollar y a mostrar las infinitas variables del universo y las múltiples posibilidades técnico-creativas de la mente humana. En el terreno que nos ocupa, esto se tradujo en la invención de una máquina que podía azotar a unas cuarenta personas a la vez, puesto que se había puesto en boga la flagelación como acicate erótico.

          Esta y otras perversiones aumentaron geométricamente hasta convertirse en un problema social de mucho cuidado. Se dice que en Londres llegó a haber alrededor de 50.000 prostitutas, aunque el nombre del individuo que las contó ha permanecido en un púdico anonimato.

          Pero sigamos con la ciencia, que hizo descubrimientos de importancia en el asunto de encargar los niños a París.

          Los científicos se plantearon varias preguntas: ¿qué ocurría en el momento de la cópula?, ¿en qué consistía fisiológicamente el acto de la concepción? La respuesta era invariablemente: ni idea. Surgieron múltiples hipótesis y se llegó a la «teoría del huevo», que no era nada obsceno, sino la idea mantenida por los ovistas de que «Vivum omne ex ovo» [Todo lo vivo sale de un huevo], en referencia a los óvulos. Más tarde, en 1677, se descubrieron los espermatozoides, que habían estado escondidos en algún sitio hasta esa fecha, razón por la cual nadie los había encontrado antes. También se averiguaron hechos curiosos sobre la fecundación, pero esto era cosa solamente de científicos y el pueblo llano siguió practicando el sexo «de oídas», de manera más intuitiva que metodológica.

          Otro aspecto que hay que destacar es lo que podríamos llamar «la faceta sexual de la Contrarreforma», esto es: la relación entre sexo y religión.

          Se trataba mayoritariamente del erotismo del que los procesos de brujería estaban tintados, teñidos o muchas veces completamente embadurnados. Las supuestas brujas que ardieron en las hogueras aseguraban bajo tortura (y algunas incluso ante notario) que habían mantenido relaciones sexuales con el mismísimo Satanás (al que, por cierto, ninguna puntuó por encima del 7 sobre 10). Los inquisidores escuchaban estos testimonios con horror, pero a la vez con mal disimulado deleite. ¡Tal es el efecto de la represión!

          La demonología erótica adoptó muchas formas y hubo misas negras y de otros colores (aunque siempre de tonos fríos) en los que se utilizaba a una mujer desnuda como altar para los sacrílegos ritos. Al acabar estos, los presentes copulaban con la «mesa», aguardando turno en largas filas (aunque, si pagabas al organizador, te podías colar y acabar antes).

          Al igual que los válidos y privados, las barraganas reales pasaron a ser una costumbre palaciega generalizadamente aceptada. Podríamos dar muchos ejemplos. Felipe IV de España, bullanguero él, prefería a las comediantas —como la famosa «Calderona»—, mujeres majas y modestas que no pretendieron nunca inmiscuirse en temas políticos ni ostentar poder en la corte, sino que se limitaron a hacer lo que se esperaba de ellas de la mejor manera posible, con una profesionalidad que las honraba. Cumplido su cometido, se iban obedientemente al convento que se les designaba a pasar el resto de sus días entre rezos, recuerdos ardientes de sus años de favoritas y elaboración de empanadas de boniato. Luis XIV de Francia —que era un sol, a decir de algunos de sus súbditos a los que les caía muy simpático— también tuvo costumbres semejantes a las de su homólogo español.

          El donjuán más famoso del «Gran Siglo» fue el duque de Lauzun, favorito de Luis (aunque no en mal sentido), que no fue en absoluto un seductor de medio pelo, pues llegó a almacenar en una habitación llena de cofrecitos más de un millar de cartas de amor, cada una de ellas con una muestra de rizos (y algunos de ellos mucho más rizados de lo que convenía al decoro).

          La última novedad sexual que merece mención de esta centuria fue el fenómeno operístico de los castrati, término italiano que equivale a lo que en la lengua de Cervantes y de Corín Tellado denominamos ‘capón’.

          Los castrati fueron unos niños infelices de más o menos siete años a los que se les sometía a un proceso de emasculación para obtener de ellos una aguda voz de soprano, mezzo-soprano o contralto. ¿Cómo? ¿Que alguno de ustedes, amables lectores, no sabe exactamente lo que es la emasculación? Bueno, pues no quieran saberlo.

          Para los que hayan entendido el quid de la cuestión, añadiremos que estos varones con tesitura aguda en la voz podían interpretar los papeles femeninos de las óperas. La culpa de todo la tenía el papa (el que fuera en aquel momento), que había prohibido que las mujeres cantaran en escena para que Occidente no fuera destruido por la ira divina a causa de la suprema decadencia moral de sus pobladores.

          No entraremos en detalles escabrosos sobre en qué postura o con qué herramientas se llevaba a cabo el proceso de convertir a un monaguillo normal y corriente que cantaba en el coro en un divo de la ópera. Si los lectores quieren pasar miedo, que lean a Poe o a Lovecraft.

          ¡Qué casualidad! Resulta que los castrati con un talento especial para la música siempre solían ser huérfanos o provenir de familias pobres. No hay casos documentados de niños ricos que cantaran bien y merecieran que se les introdujese por este camino en el maravilloso mundo de la música escénica.

          Bien es cierto —y no reconocerlo sería faltar tremendamente a la verdad— que algunos de estos castrati obtenían altas remuneraciones, siempre y cuando fuesen efebos guapos, dieran conciertos privados y, luego de mostrar las habilidades de sus gargantas, les supieran hacer el desayuno a los nobles que les invitaban a efectuar performances completas en sus palacetes.

          Ha habido castrati documentados hasta principios del siglo XX. Suponemos que los sigue habiendo, pero como los de ahora cantan muy mal, no se han hecho famosos. Quizá el más conocido de todos ellos fue el italiano Carlos Broschi, más conocido por «Farinelli» y por unos trajes llenos de plumas de pavo real que sacaba a escena.

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