Daniel Cotta Lobato, Te cuento y no acabo, Pie de Página, Madrid, 2022, 172 págs.
Pulchrum es paucorum hominum [Lo elegante es solo para unos pocos], dice el adagio latino. Pero hay personas que no se conforman con que la cultura sea privilegio de las elites intelectuales —aunque ellos pertenezcan a ellas— y que se esfuerzan por acerca el saber a todos, en democratizar el conocimiento, porque es mediante la educación como el hombre mejora, como avanza en lo social y se perfecciona en lo individual.
Daniel es uno de esos filántropos del saber, que regala con generosidad. Es como el presidente una ONG que se llamase «Donantes de cultura». Eso ha hecho en este libro: ha investigado incansablemente, se ha sumergido en ese inagotable océano del clasicismo para sacar a la superficie incontables tesoros del pecio hundido del idioma del Lacio, que, como un Cid lingüístico, gana batallas después de muerto.
El latín ha podido ser la pesadilla de muchos, personas reacias a esforzarse en aprender declinaciones; pero la realidad es que estamos conformados por los esquemas mentales de la lengua que hablamos. Y si la lengua castellana —magnífico y logrado idioma, como saben muy bien los que han estudiado cualquier otro— es nuestra madre intelectual, el latín es nuestra abuela cultural y seríamos muy desagradecidos si no amásemos a esa madre de madres que nos ha proporcionado un instrumento tan perfecto de comunicación y de pensamiento.
Y lo que ha hecho con gran habilidad es autor de este libro es abrirnos los ojos a esta realidad, mostrarnos cuánto debemos a la lengua de los «malvados» que nos romanizaron, pues sin esa base la literatura española no habría alcanzado la versatilidad lopesca o la elegancia gongorina.
El tratado es un triunfo del estilo, aunando humor, erudición, concisión y amenidad. En ella se nos desgranan mil aportaciones latinas en las que no habíamos pensado. Pero no se trata solo de un ensayo de etimología, por más interesante que estos puedan ser para filólogos profesionales o aficionados, sino un libro que verdaderamente nos acerca a esa abuela nuestra mencionada de la manera más familiar y emotiva. Ya los editores nos informan de que es un libro «impreso de forma cariñosa en España», porque es efectivamente con cariño como se pergeñan las grandes obras.
Cotta nos demuestra con pruebas fehacientes que el latín no ha muerto. A lo más, como un cataléptico, ha tirado de la cuerda atada a su muñeca, ha arañado y roto la tapa del ataúd en el que apresuradamente se le quiso condenar al olvido y ha salido a la superficie para mostrar que sigue ahí. Sigue ahí en nuestras expresiones cultas y populares, pero, sobre todo, en nuestra manera de pensar.
El libro incluye la biografía de palabras que han pasado por tremendas aventuras y transformaciones, ejemplos de vocablos que se han emparejado con otros creando matrimonios lingüísticos que explican la mentalidad de un momento dado de la historia, divertidos casos de etimologías populares que han puesto de relieve lo brutos que los humanos podemos llegar a ser, curiosísimos datos sobre los nombres del reino animal, sorprendentes realidades de los gentilicios y los antropónimos, olvidados sentidos de los nombres propios, abundantísimas variaciones surgidas a partir de los números y asimismo la historia de cultismos, neologismos y barbarismos. En fin: aquí hay abundancia de explicaciones humorísticas sobre nuestro léxico de uso diario o incluso mensual (esas palabras que empleamos menos), aparte de innumerables referencias cultas que ya por sí merecerían una detallada lectura. Si quieres aprender mucho, si quieres encontrar muchas ideas en pocas palabras —el ideal supremo del barroco conceptista— este es el libro que debes leer.
No; no existen las lenguas muertas, pues las lenguas resucitan o transmigran. El latín ha reencarnado en el castellano y —continuando con la metáfora hindú —arrastra un muy buen karma debido a sus logros pasados y a todo lo que hizo bien. Y los que usamos ese castellano para vivir debemos estar orgullosos. Los hispanos hablamos latín, aunque no lo sepamos o no nos guste reconocerlo. Un latín deformado y con arrugas, un latín envejecido, si se quiere, pero precisamente por viejo, más evolucionado e infinitamente más sabio.
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