Manuel Mur Oti

 

         


Era yo el reciente feliz poseedor de una cámara de super 8 con la que pensaba hacer un montón de peliculitas (cosa que, en efecto hice), cuando tuve la oportunidad de conocer a un director de verdad: Manuel Mur Oti.

          Pasó por Nueva Delhi allá por el 1977 y yo aproveché que apareció por la Embajada de España para pegarme a él, conocerle y que me contara cosas, algo que amablemente hizo.

          Yo, en mi niñez, quería ser tenor cómico de zarzuela, pero cuando crecí un poco cambié mi objetivo y deseé ser director de cine. Me gastaba todo el dinero en pases para la Filmoteca Nacional y veía todo lo que podía, desde las películas más sublimes a las más penosas (no me he arrepentido nunca de ver o leer cosas malas, porque así es como más se aprende).

          Como fuere: yo era un veinteañero enamorado de Kubrick (en el buen sentido) y quería saber de cine.

          Manuel Mur Oti no es muy famoso hoy en día, algo españolistamente injusto, pues hay en su filmografía muchas cosas muy aceptables. Hizo Un hombre va por el camino, Cielo negro, Orgullo, Fedra, El batallón de las sombras y muchas otras. Acababa de estrenar Morir, dormir... tal vez soñar (que sería su último film, aunque él no lo sabía, claro).

          Mur Oti destacó, entre otras cosas, por su habilidad visual. Y de eso fue de lo que me habló aquella mañana que compartimos en la cancillería, mientras él aguardaba no sé qué permiso que necesitaba. Me dijo: «Ven: voy a enseñarte cómo hacer cine».

          Era toda una promesa. Me sacó al jardín de la embajada y me preguntó: «¿Ves este jardín?» «Claro», respondí yo.

          «Pues el quid del arte cinematográfico está en que cuando ruedes una escena en él, no aparezca este jardín, sino otro. Me explicaré. Tienes que filmar el jardín de la manera en que nadie lo haría, de forma que quede modificado en tu estilo personal y particular. ¿Entiendes?»

          «La teoría, sí», contesté. «Pero, ¿cómo se consigue eso?»

          «Pues con lentes especiales y, sobre todo, con posiciones de la cámara. Ven.»

          Caminó hasta un extremo del recinto y se agachó detrás de un rosal.

          «Ponte a mi lado. Agáchate.»

          Lo hice.

          «Mira ahora, desde aquí, cómo se ve el jardín.»

          En efecto: desde aquella posición, casi a ras de suelo, el jardín parecía otro.

          «Yo haría más», continuó. «Emplearía un filtro azul muy tenue, que casi no se notara, pero que variara sutilmente la tonalidad verde de los arbustos y de la hierba. Haría que este jardín se convirtiera en “mi jardín” con estos cambios.»

          Continuó durante un rato hablándome de las capacidades de las lentes, pensando que yo sabía de qué me estaba hablando y que le entendía. Yo ignoraba todo aquello y no entendí la mayor parte de los trucos técnicos que me contó. Tampoco me habrían servido de mucho, porque finalmente no me dediqué al cine.

          Aquello fue una clase magistral gratuita y para un solo estudiante que no se enteró de casi nada.

          Pero sí conservé la idea básica de aquel artista: la idea de que el arte ha de ser tremendamente personal, que el artista debe modificar el mundo para adecuarlo a su propia visión de él, que debe dejar su impronta en cada elemento que toque y utilice para sus creaciones.

          «El estilo es el hombre», parece ser que dijo alguien alguna vez. Y eso fue lo que Mur Oti me brindó generosamente.

Desde entonces, siempre que veo un jardín bonito en cualquier parte, me acuerdo de él.


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