Jorge Llopis

 


          Mucha gente no recuerda —o conoce — a Jorge Llopis; y hace mal, porque este buen señor fue el autor de uno de los libros más divertidos que se han escrito jamás: Las mil peores poesías de la lengua castellana, donde hacía, en sus propias palabras, «critica donosa y suavito cachondeo de las reglas y normas que aprietan de lo lindo a los poetas, apretón que se llama preceptiva literaria».

          Además autoró (del verbo ‘autorar’, ser autor de algo, verbo que me lo acabo de inventar , para enriquecimiento de la lengua castellana) una graciosísima comedia muy representada: Los Pelópidas (básicamente una mezclilla cómica de la Odisea y de Edipo rey de Sófocles), que, junto con La venganza de don Mendo de Pedro Muñoz Seca y Angelina o el honor de un brigadier de Enrique Jardiel Poncela, forma la trilogía de las reconocidas mejores parodias del teatro hispano.

          Mi madre era muy amiga suya le había representado algunas de sus obras. Las comedias de Llopis ya dejaban claro en su título su ingenio humorístico (Susana quiere ser decente, Genoveva de Bramante, Niebla en el bigote, La tentación va de compras o Si te mueres, nos casamos).

          Estuvimos con él —mi madre y yo—varias tardes en el café Dorín (un cafetín de la calle del príncipe, en Madrid, donde solían recalar habitualmente los actores que trabajaban en el Teatro de la Comedia o en el Español), en 1973, creo recordar. Yo era un chaval y me divertí mucho con aquel señor muy simpático (y algo melifluo) que derrochaba en su conversación mil bromas que, puestas en una comedia, le hubieran supuesto muchas risas del público y muchos duros.

          Llopis se enfrentó en vida a dos problemas. El primero fue que se llamaba igual que otro comediógrafo de su tiempo —Carlos Llopis—, por lo que muchas veces se les confundía. Y el segundo es que su teatro de los años sesenta tuvo que competir con el fenómeno de Alfonso Paso, que por ser muy afín al Movimiento (falangilófilo, diríamos), copaba los teatros de su tiempo.

          Durante aquella tardes de charla y tortitas con nata, Llopis no dejaba de apuntar cosas en un cuaderno, al tiempo que conversaba sin perder el hilo.

          «Tomo notas», dijo, «porque todos los que escribimos tenemos cada día cien ideas magníficas, pero se nos olvidan al cabo de un minuto. Es preciso apuntarlas. La regla primera del escritor es: no guardes en la cabeza lo que puedes tener en una lista, porque las listas son mucho más fiables que las cabezas».

          Así es que aquella fue la primera vez que vi a un escritor en funcionamiento, porque todo aquello que apuntaba pasaría luego a sus libros y a sus comedias. Era la primera instrucción que yo recibía de un escritor de verdad.

          «Eso lo aprendí de tu padre», le dijo Llopis a mi progenitora, refiriéndose a Jardiel, de quien él se declaraba abiertamente discípulo. «Porque Jardiel se espió a sí mismo una vez durante veinticuatro horas y apuntó todo lo que se le había ocurrido. Luego lo publicó todo junto en un artículo. Resultaba apabullante la cantidad de argumentos, frases y detalles que surgieron en esas horas.»

          Esta norma de práctica literaria me ha servido muy bien durante mis años adultos, porque tengo varios cuadernos repletos de temas para cuentos, comedias y versos. He acumulado muchísimo material y no podré usarlo todo en esta vida. Si alguno de mis descendientes se dedica a esta grata y a la vez ingrata tarea de ser escribidor, los heredará y empezará su carrera literaria con ventaja.

          ¡Gracias, Llopis, donde quiera que estés, si es que estás en algún sitio, por aquel consejo tan útil!

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