De Benedetti aprendí —indirectamente— a consultar la agenda, no solo a apuntar cosas en ella y no volver a mirarla (que fue lo que hice el día que coincidí con él).
Era 1997 y daba yo por aquel entonces clases de lengua hindi en el Colegio Mayor «Nuestra Señora de África», en Madrid.
Un día, la dirección del colegio me informó de que había tenido a bien nombrarme Colegial de Honor, por la calidad de mis servicios, etc. El acto de homenaje y entrega de diploma, banda y más etcétera tendría lugar el tal del tal a tal hora.
Lo apunté en mi agenda y me olvidé.
Y un buen día de mayo, con un calor de aquí te espero, me dirigí tranquilamente a dar mi clase. Dada la informalidad del curso y la mayor informalidad aún de mis alumnos (entonces los que aprendían hindi eran todos más hippiosos que otra cosa), llevaba yo unos pantalones vaqueros gastados (que en aquel año eran gastados de verdad, no de fábrica) y una camisa a rayas blancas y rojas (horrorosa, ahora que lo recuerdo) y que me venía grande. Además, a mí me gusta llevar siempre la camisa por fuera. Fui en Metro al colegio en hora punta y llegué allí sudoroso y completamente arrugado.
Nada más entrar me dijo el bedel que aquél día no había clase y que fuera al salón de actos, que «la cosa» estaba a punto de empezar.
Me asomé al salón, nada más que para enterarme de qué era «la cosa» y allí estaba la directora del colegio, que me cogió por un brazo y me llevó a la primera fila de butacas.
—Hoy es la entrega de las bandas —me dijo—. Ya creíamos que no vendría.
Y me sentó en una butaca que estaba reservada con un cartel con mi nombre.
A mi lado estaba Mario Benedetti, a quien también se nombraba ese día Colegial de Honor. Había venido a España para recibir el título de Doctor «Honoris Causa» por la Universidad de Valladolid y aprovechó para rebañar algunos otros galardones acá y acullá.
El escritor uruguayo iba hecho un brazo de mar. Traje flamante con chaleco, una camisa tan blanca que te deslumbraba si la mirabas directamente, una corbata de seda con brocado, en fin: elegantísimo.
Cuando me senté, se me presentó y hablamos de trapitos, como las mujeres.
—Veo que viene usted muy casual —me dijo.
—Por el calor —respondí yo.
—Ya me hubiera gustado a mí poder vestir así. Este traje me está matando.
No le dije que mi atuendo era fruto de mi despiste, sino que dejé que pensara que yo era una persona que estaba muy por encima de los convencionalismos sociales y que me sometía en absoluto a la tiranía de la imagen social.
Pero luego tuve que subir al escenario vestido de trapillo en medio de un montón de autoridades no menos trajeadas que Benedetti y recibir la banda honorífica encima de mi camisa a rayas (por fuera de los pantalones, pues no tuve ni los reflejos de enmendar esto). Todos me miraban como diciendo: «¿De dónde ha salido este tipejo tan desastrado?». El lector podrá imaginar que, pese al honor que se me hacía, no fue para mí una tarde agradable.
Durante el cóctel que después tuvo lugar hablé con el escritor sobre su obra, sobre Borges y Cortázar, y no recuerdo sobre que más. Fue una charla muy ilustrativa, pero sin nada especialmente destacado que mencionar.
Desde aquel día procuro mirar la agenda a diario.
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