El sexo prehistórico

 

    


El sexo, señores, es importante. Imagino que estarán de acuerdo con  nosotros. A su lado, el ansia de poder, el dinero, etc. no tienen nada que hacer. Pero, a la vez, es algo muy nocivo y no decimos esto por mantener una visión puritana del asunto, ¡qué va!, sino porque desde el inicio de los tiempos ha sido causa de muchos líos y complicaciones, y ha producido a los humanos muchos dolores de cabeza (incluidos esos que algunas esposas se inventan cuando quieren dormirse pronto porque al día siguiente tienen que madrugar).

          Si no existiera la atracción sexual, la Humanidad sería mejor: en nuestro mundo no habría violaciones ni crímenes pasionales ni pederastia ni trata de blancas ni esos edificios con lucecitas junto a las autopistas. Claro, que puede que sin este estímulo la gente no se tomara la molestia de reproducirse y no hubiera tampoco Humanidad, pero esa posibilidad no la queremos contemplar, pues sí la Humanidad desapareciera, ¿quién iba a comprar este libro?

          En muchos tiempos y lugares, el sexo ha sido tabú. ¿Cómo que tabú? ¡Tabudísimo! Pero aquí vamos a tratar al sexo abiertamente, como si le conociéramos de toda la vida (ya nos habría gustado). Comenzaremos con el protosexo prehistórico y llegaremos hasta los avances más sorprendentes de la moderna genética.

          La libido ha sido el motor (enchufable) de la especie. El hombre prehistórico no sabía hacer la ‘o’ con un canuto (en realidad no había inventado aún ni las vocales ni los canutos), pero ya conocía el sexo (y, si no lo conocía, no entendemos cómo hemos llegado hasta aquí). Los que por «hombre prehistórico» entiendan que nos referimos a Adán y Eva no ignoran que el mito genésico contiene la mayor parte de los elementos de una historia erótica: desnudez, mordiscos, una serpiente y la tendencia a meterse donde no había que meterse (en líos). Adán, saliendo desnudo del paraíso, nos recuerda las aventuras de Casanova, cuando este era descubierto por algún marido celoso y tenía que abandonar alguna alcoba por la ventana.

          Pero aparquemos el mito y consideremos la realidad. En los vasos etruscos se ven dibujos de hombres tan peludos como prehistóricos con apéndices colgantes, haciendo con otros peludos cosas inconfesables (aún no se había inventado la confesión). Los faunos y sátiros mitológicos eran igual de pilosos y su noción surgió del recuerdo colectivo de estos pedropicapiedras y pablosmármoles lascivos.

          Las relaciones carnales prehistóricas estaban seguramente precedidas de trancazo en la cabeza, cuando no eran consentidas. De hecho, estamos seguros de que el cortejo de la hembra se reducía al mínimo y que los preliminares anteriores a la satisfacción rápida no duraban más que algunos pocos segundos.

          Suponemos también que el hombre primitivo no era muy tiquismiquis en materia sexual y que cuando regresaba a la cueva después de un largo día de caza (generalmente infructuosa), no encontraría mucha diferencia a la hora de elegir entre madres, hermanas, hijas o la tía solterona que vivía con ellos.

          En cuanto a los elementos del protoapetito sexual, imaginamos que el desnudo sería incitante, pues con el frío qué hacía durante las glaciaciones irían siempre con pieles, por lo que quitárselas debió de constituir un espectáculo digno de contemplación. Se sabe también —por las estatuillas de las vénuses que han llegado hasta nosotros— que a los hombres les gustan las gordas (y esto duró hasta la época de Rubens, bien entrado el siglo XVII).

          Los menos violentos de nuestros ancestros se ganaban la simpatía de las hembras cogiendo para ellas frutas difíciles de alcanzar o guardándoles los higadillos de cualquier bicho que consiguieran matar para comérselo in situ. La hembra aceptaba el trueque y de esta manera el sexo provocó la invención de otros tres conceptos que han acompañado a la Humanidad hasta nuestros días: el cortejo, el soborno y la prostitución.

          Otra suposición que hacemos (pero esta vez con la convicción de que acertaremos) es que en aquellos polvorientos días predominó el matriarcado. No podía ser de otra forma, puesto que la descendencia por línea femenina estaba clara y el responsable masculino era siempre objeto de sospecha, sobre todo en las cuevas, en las que vivía mucha gente hacinada y donde la iluminación era escasa, por lo que no era raro que tuviera lugar algo así como un vodevil prehistórico y alguien yaciera con la hembra equivocada sin que ninguno de los dos se diera cuenta del trueque.

          Sobre estos tiempos no hay información. (En la gruta de Laussel, en Francia, se halla un dibujo de una pareja humana haciendo el amor en la postura del misionero, pero es el único dato conocido.) Así es que solo podemos hacer deducciones a partir de los mitos. Y estos nos cuentan que en el escenario del mundo, desde que el ser humano entró, ha estado salido. Los dioses griegos no pensaban en otra cosa que en aparearse, aunque para ello tuvieran que usar cuerpos incómodos y ridículos (considérese a Zeus, por ejemplo, convertido en cisne para beneficiarse a Leda). Astarté, la divinidad fenicia, era hermafrodita: una mezclilla de Venus y Adonis. En los templos de todos los lugares abundaba la «prostitución sagrada», que es algo muy conveniente, pues produce el mismo placer que la que no es sagrada, pero suena mucho mejor.

          El bestialismo también era frecuente, como nos reveló el mito de Pasífae, que no se contentaba con menos de un toro para pasar las noches (ya lo contaremos más adelante en detalle). Pero, ¡cuidado!: no vayamos a confundir el bestialismo con el animalismo, pues ambos tienen que ver con las corridas de toros, pero en distintas acepciones de la palabra.


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