Siempre he llevado con gran deportividad que me critiquen o incluso que me insulten: ni me he enfadado demasiado ni he pensado jamás en tomar represalias. Cuando alguien te insulta es porque piensa que existes, que eres un ser real que merece ser despreciado, pero real, al fin y al cabo.
Lo que últimamente no soporto de ninguna manera es que me ignoren. Creo que es porque yo no lo hago con nadie, pues contesto religiosamente a todos los correos que recibo (que son muchos y variados, casi siempre sobre temas que benefician al que me los escribe, no a mí), a todas las llamadas telefónicas (que luego resultan ser de gente que quiere venderme cosas) e incluso a gran parte de los comentarios que mis lectores me hacen en las redes sociales.
El moderno arte del ninguneo nadie lo ha ejercitado con tanta habilidad conmigo como Luis Eduardo Aute.
Estuvimos juntos en una caseta, en una Feria del Libro, en Madrid. Para los que no sepan el protocolo tácito que suele seguirse en estos casos contaré que cuando coincides tres horas con otro escritor en ocho metros cuadrados (o menos, porque las autoridades organizadoras reducen cada vez más el espacio) lo educado es presentarse, conversar sobre temas literarios, interesarse por las publicaciones del otro y, como culmen de ese despliegue de cortesía muy de agradecer, regalarle uno de tus libros para que él te obsequie a su vez con otro de los suyos. En algunos casos no vuelves a ver a esa persona en tu vida. En muchos otros creas unos vínculos profesionales que benefician a ambos (participación mutua en presentaciones de libros, reseñas, etc.) o directamente unas sólidas amistades de por vida que te proporcionan contento y que siempre te alegras de haber hecho.
Bueno, pues, como dije antes, nunca nadie me fustigó tanto con su indiferencia y su silencio como Aute. A los elogios que le hice de su obra (sus letras de canciones, que es lo que firmaba) respondió con tanta frialdad que casi salgo de allí con una pulmonía. Mis intentos de educada conversación fueron truncados de raíz por los monosílabos despectivos con los que me respondió, pues sus noes y sus síes equivalían contextualmente a los típicos «¡Váyase usted a hacer gárgaras!» o «¡Deje ya de molestarme!».
Abandoné mis esfuerzos de gentileza por inútiles y me dediqué a las labores propias de mi sexo (en este caso, como escritor que soy, convencer a mi editor allí presente para que se dignara publicar tres o cuatro manuscritos míos en años sucesivos, aparte del que ya había aceptado).
Acudió gente a comprar el libro de Aute, pero poquita. Se veía que esto lo tenía de mal humor. Enfrente de nosotros un cuarentón fondón y con gorra de pizzero (Blue Jeans) tenía una larga cola de quinceañeras en top esperando para la firma. Aute lo miraba con envidia.
Y entonces aparecieron por allí una madre cuarentona y una hija veintona (o cuarentañera y veinteañera, respectivamente, pues debería haber una equiparación adjetival). Cogieron tres libros de Aute como si fueran sagrados. La madre tenía lágrimas en los ojos de la emoción. La joven le dijo al cantante:
«No puedo creerme que esté aquí, al lado suyo. En mi familia es usted una leyenda viva y reverenciada. A mi padre, como todos en casa, le encantaba su música.» Por la manera de decirlo era obvio que el padre ya no vivía.
«Yo me he criado desde pequeña con sus canciones», prosiguió la muchacha. «Estar con usted aquí hoy es una de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida».
Aute firmó los tres ejemplares de manera mecánica, mirando para otro lado y sin hablar con ellas ni contestarles ni una sola palabra. Ni una en absoluto. Ellas no parecieron molestarse, sino que siguieron con sus miradas de adoración a su ídolo.
Aute sacó su teléfono e, ignorando a sus admiradoras, se puso a hacer una llamada (que bien podía haber esperado cinco minutos).
Como no les decía nada, las dos mujeres se marcharon tan felices con sus libros, sin dejar de piropear a Aute con palabra muy hermosas y sentidas que cualquiera hubiera agradecido que le dijeran. (Aunque habrían sido mucho más felices si el cantante se hubiese dignado a decirles alguna frase amable y facilita, como, por ejemplo, «¡Me alegro de que mi música haya acompañado sus vidas!» o simplemente «¡Muchas gracias!».
Aute no sabía —no quería saber— que las palabras son gratis y que no nos cuesta nada acariciar con ellas a nuestros semejantes.
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