José Mota

 


          José Mota fue algo así como mi invitado de honor en la primera edición del homenaje anual que bajo el título de «Ven a reír al cementerio» organizo desde el 2018 en memoria de mi abuelo.

          Allí, en la Sacramental de San Isidro, en Madrid, ante la tumba de Jardiel —en cuyo epitafio se lee «Si queréis los mayores elogios, moríos»— reúno a actores, a escritores y a lectores para que hagan ante el nicho su ofrenda del imperdible.

          (Esta antiquísima tradición que me inventé hace poco se basa en el hecho de que Jardiel afirmó que el teatro se hace principalmente a base de sudor y de imperdibles.)

          Escribí a Mota y nos citamos en un hotel, cercano a su domicilio. (Nos citamos para vernos en la cafetería, no vayan ustedes a pensar otra cosa.) Descubrí en él a una persona inteligente y cercana, el polo opuesto de lo que suelen ser los prohombres televisivos. Se podía hablar con él de cualquier cosa (de hecho, lo hicimos), pero él prefería sobre todo conversar sobre el humor. Se veía que era un hombre que amaba verdaderamente su profesión, algo mucho menos común de lo que generalmente nos imaginamos.

          Le dije que tenía que venir si falta al homenaje al maestro de humoristas.

          «Si hay que ir, se va», me contestó previsiblemente.

          Tras ultimar detalles sobre su participación en el acto, me despedí.

          El día del homenaje nos congregamos en aquel cementerio un centenar de individuos, de la manera más informal y relajada. Era un acto público al que solo tenían prohibida la entrada los políticos y la gente seria.

          Inicié el espectáculo, pidiendo a todo el mundo allí congregado que no apagase sus móviles, sino que hiciese muchas fotos y retransmitiese el acto —para que pareciera que había sido un éxito aunque no lo fuera— y cedí la palabra a José.

          Su intervención fue excelente, pero más que eso, conmovedora; al menos para mí. Aparte de sus personalísimas bromas y sus elogios previstos a Jardiel, Mota nos obsequió a todos con una entusiasta apología a ultranza del humor. «El humor es magia, el humor es nuestro oxígeno», dijo. «Yo no quiero vivir en este mundo, sino en el mundo mental en el que Jardiel vivió.»

          Defendió el humor español de la Generación del 27 y afirmó que no tenía nada que envidiarle a lo que Chaplin, Buster Keaton o los hermanos Marx hicieron en el mundo sajón.

          Describió los influjos jardielescos en Tip y Coll, en Gila y en muchos otros humoristas, incluyéndose él en este discipulario.

          Y por último nos habló con sincera vehemencia sobre los beneficios éticos, mentales y físicos de la risa: «El humor cura», fueron sus palabras, para recalcar el beneficioso efecto de lo cómico para aliviar la angustia existencial que pocos hombres dejamos de sentir.

 

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