Con Jaime Blanch —actor profesionalísimo y muy versátil—, estuve de gira en 1996, con la comedia Los Pelópidas, de Jorge Llopis, una divertidísima parodia de Edipo rey, de Sófocles, y otras tragedias griegas similares.
Estuvimos en Barcelona, en Zaragoza, en Málaga, en Murcia, en Córdoba y en algún sitio más que no recuerdo. Hacíamos dos funciones diarias, pero aun así los días resultaban aburridos, porque hasta las 18.00 no necesitabas ir al teatro. Yo, que madrugo siempre, tenía un montón de horas por delante y me dedicaba a hacer turismo extensivo de las ciudades en donde actuábamos, lo que quiere decir que visité hasta el último museo y la última fuente de todos aquellos sitios en los que tenía que estar varias semanas.
Por eso se agradecía mucho la compañía de alguien interesante. Y Jaime lo era en extremo. Su vida había sido muy movida, había hecho de todo y tenía mil anécdotas —verdaderas o falsas, eso daba lo mismo— que contarnos en los cafés, haciendo tiempo para que pasase el día.
Nos caímos muy simpáticos y charlamos bastante. Recuerdo que yo tuve un altercado con el director —que era bastante majadero, por cierto— y que Jaime me llamaba en broma «el hombre que mató a Liberty Valance».
Jaime Blanch era, en definitiva, un gran compañero de elenco, aparte de un grandísimo intérprete.
Recuerdo que en las representaciones lo pasábamos muy bien. Jaime, en medio de las escenas más dramáticas, nos gastaba bromas por lo bajini para hacernos reír.
En una ocasión, junto con mi hermano y su chica, tallamos en poliespán un capitel de columna y se lo dejamos caer junto a Jaime, para darle un susto. El rey Ántrax, conocedor del incesto que acaba de cometer, se lamenta, diciendo: «¡Oh, mármoles helénicos: miradme! ¡Oh, piedras venerables: sepultadme!». En ese momento mi hermano tiró de la cuerda y el capitel colocado en el telar cayó junto a Jaime, que, para chasco nuestro, ni se inmutó, sino que siguió impertérrito con su parlamento, mirándonos a todos fijamente y como diciendo: «¡Ya me las pagaréis luego todas juntas!».
Acabada la gira, nos despedimos en los términos más cordiales y afectuosos.
Años después dirigí a un grupo de teatro universitario y fui con ellos a hacer una representación en la cárcel de Soto del Real, para solaz de los allí recluidos.
Estaba montando la escenografía, cuando apareció Jaime. Se dirigió a mí y me dijo que él iba también a hacer una función allí en fecha próxima y se interesó por el sistema de sujeción de los paneles del decorado.
No me reconoció, aunque no había pasado tanto tiempo.
Le dije: «No te acuerdas de mí, pero estuvimos juntos haciendo de Pelópidas por esos mundos.» «¿Ah, sí?», me contestó.
Seguía sin acordarse.
Charlamos un rato sobre decorados y luego se fue.
No era cuestión de ofenderse, porque un actor entra en contacto literalmente no con cientos, sino con miles de otros actores y de técnicos a lo largo de su carrera. Es imposible recordarlos a todos.
¿Qué aprendí de aquel encuentro?
Pues que más que de molestarse era una cuestión de compadecer a quien no puede materialmente ocuparse de cultivar amistades.
Porque aunque es cierto que aunque esta profesión te permite conocer a mucha gente de valía, también se cobra su precio en las relaciones familiares y de amistad. El trabajo vespertino y nocturno —que te impide coincidir en casa con tu familia— y las ausencias prolongadas, debido a giras y a bolos en los fines de semana, son responsables de muchas relaciones rotas y de muchos hijos desatendidos. Es como una maldición que está en el contrato. Los que se dedican a hacer disfrutar a los demás con su arte sacrifican muchas cosas que los públicos no tienen en consideración y que raramente agradecen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario