Cómo KLM mató a mi perra y luego la resucitó

 


He creído merecedora de recuerdo una anécdota terrible, para llorar. La escribo no como curiosidad, sino por aquello del derecho al pataleo.

Volaba yo de Nueva Delhi a Amsterdam con mi familia, que por aquel entonces incluía una esposa, una madre, dos hijos y dos perros (Apolo y Venus). La compañía criminal: KLM.

A las pobres criaturas (me refiero a los perros, claro, no a los gamberros de mis hijos) hubo que sedarlas para que pudieran viajar sin molestar con sus ladridos. (No sé a quién iban a molestar, viajando como viajaban dentro de una jaula en la cabina de carga. Pero, ¡en fin!, así eran las leyes.)

A los animales los somníferos se les administran por kilo de peso. Además, había que hacerlo a unas horas de embarque en que no conseguí mantener despierto a ningún veterinario. Así es que me indicaron cómo inyectarles el somnífero. A la hora debida lo hice, los perros se durmieron, los enjaulé debidamente y cogimos el avión. Hasta ahí todo bien.

Al llegar a Amsterdam nos dijeron que Apolo estaba casi despierto, pero que la perra Venus había muerto.

Imagínense el panorama. Toda la familia llorando desconsoladamente (mis hijos eran entonces pequeños y adoraban a sus bichos) y yo llorando también y con el remordimiento de haber sido quizá el causante de la muerte, porque me podía haber equivocado con la dosis o ¡vaya usted a saber qué!

En el moderno, cosmopolita y superferolítico aeropuerto de Amsterdam —que, por cierto, se llama Schiphol, lo que a mí me suena a shiphole (agujero en una nave), lo que no da mucha confianza— ni siquiera nos dejaron ver a Venus ni mucho menos llevarnos el cuerpo, ¡claro! La incinerarían allí y todos tan contentos, nos dijeron.

Cogimos otro avión a Madrid —iba casi vacío— y en él pasé dos horas de las peores que recuerdo en toda mi vida. Mi hijo pequeño lloraba sin cesar llamando a su Venus y hasta a las azafatas se les humedecían los ojos al ver la escena.

Al día siguiente recibí una llamada de un burócrata amsterdamés diciéndome que la perra había resucitado.

Esta historia es verídica y no he exagerado ni un ápice.

Me mandaron a Venus en otro avión al día siguiente y perfectamente sana. De hecho, el animalito vivió ocho años más después de aquello.

¿Qué había sucedido?

Era obvio: un médico vio a una perra inerte dentro de una jaula (¡estaba durmiendo, tal y como la compañía aérea exigía que estuviera!) y no se molestó en acercarse unos centímetros a tomarle el pulso o a ponerle un espejo delante del hocico. Diagnosticó a distancia la muerte del can (de la cana, para usar lenguaje no sexista) y se quedó tan pancho. Evidentemente, a la perra le había hecho demasiado efecto el somnífero. O simplemente tenía sueño y había dormido unas horas más de las previstas.

(Recordé aquel cantable de El rey que rabió, donde le daban agua a un perro para ver si estaba hidrofóbico y el animalito la rechazaba. El coro de doctores acababa por determinar que o bien el perro estaba rabioso o es que no tenía sed.)

Cuando me telefonearon, me pillaron tan de improviso y me dieron tal alegría que, en vez de acordarme de sus flamencas madres, les di las gracias y todo.

Visto cómo las gastan los médicos de la compañía, si alguien viaja en KLM y le duele la tripa o se pone malito de cualquier cosa, es mejor que se espere a llegar a algún otro lugar menos civilizado, antes de quejarse.

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