Flora

 



Esta historia que contamos

es —ya verán—, muy insólita,

pues habla de una pilingui,

de una furcia, de una andoba

que se metió en el Olimpo,

porque la nombraron diosa

y hasta se hicieron festejos

en su honor: la diosa Flora.

 

¿Cómo pudo una cualquiera

conseguir tan gran diploma

y honores? Lo contaremos,

pues realmente es una cosa

con bemoles e intrigante;

vamos: que es la repanocha.

 

Hay diferentes versiones

sobre la buena señora:

unos decían que era mala

como bruja sin escoba,

que era más fea que Picio

e incluso que Luis de Góngora

y que tenía un bigote

mayor que el de Emilio Zola;

otros, que era placentera

cual veraneo en la costa,

dulce cual turrón de yema

o ensaimada de Mallorca

y hermosa cual cheque al

portador o portadora.

 

Si creemos la leyenda,

la muchacha estaba pocha:

tenía el talle elegante,

era muy apetitosa,

toda su figura era

muy convexa y poco cóncava;

hay que añadir en su elogio

que nunca se puso gorda,

sino que estuvo en su punto

toda su vida: sus mollas

estaban más firmes que el

acueducto de Segovia

(que ha durado veinte siglos

y pico, y lo que te ronda-

ré, morena) o las Rocosas;

en fin: que la señorita

era bastante marmórea.

Y si a eso se le suma

que era muy voluptuosa

hasta decir «¡ya está bien!»,

comprenderán que me ponga

muy nervioso al describirla

y que se me suba toda

la sangre por las arterias

y pueda explotar mi aorta.

(Aquí, hasta el plural de autores

ha caído por la borda.)

 

Pero, además de sus prendas

personales y corpóreas,

era muy buena en su oficio,

cobrando a tanto por obra,

porque era experta en un juego

que no era el de la Oca.

Dicen que se te enrollaba

al tronco como una boa

y te exprimía no solo

el cuerpo, sino la bolsa.

Te daba una «vuelta al mundo»

que ni Núñez de Balboa

y se sabía unos truquitos

que le dieron fama póstuma,

porque sabía lo que hacía

y era en técnicas muy docta.

 

A todo esto hay que añadirle

que era muy trabajadora

y le cundía, porque no

era nada dormilona

y tenía horario flexible

(¡ventajas de ser autónoma!).

 

Dicen que veintitrés mil

la visitaron a solas

y ninguno se quejó.

Todos soltaron la mosca

para saber si el servicio

era estafa o bien bicoca

y quedaron satisfechos

con el fondo y con la forma.

 

Venían a visitarla

desde Bretaña y Escocia,

desde Germania y la Galia,

y algunos desde Mongolia.

Los romanos, por supuesto,

pedían cita a todas horas

y ahí estaban todos, salvo

los que sufrían de la próstata.

El resultado de esto

es que se hizo muy famosa

y, por sus caras tarifas,

quedó montada en el dólar.

 

Por no tener descendientes

y como era harto demócrata,

no le dejó su fortuna

a algún convento de monjas

ni a sus criados ni a

la Sociedad Protectora

de Animales: la dejó

entera al pueblo de Roma.

Y como los lacios eran

de natural muy idólatras

y estaban agradecidos,

la hicieron diosa custodia

de las flores y las plantas,

del clavel y la amapola,

del lirio y del tulipán,

del tomate y la alcachofa.

 

Crearon fiestas «florales»

llenas de sexo y cogorzas.

En el circo aparecían

dos docenas de matronas

vestidas como deidades

y se quitaban las ropas,

quedándose como Zeus

las trajo al mundo: en pelota,

inventando el strip-tease

y creando así una atmósfera

que invitaba al desenfreno,

al desmadre y a la cópula,

armándose unas orgías

que temblaba Italia toda.

 

Más tarde, los puritanos

quisieron cambiar la copla

para hacer que se olvidara

que su diosa fue una golfa

y se inventaron el mito

de una ninfa muy ninfómana:

Cloris, que tuvo con Céfiro

citas muy escandalosas;

pero eso, señores míos,

no es la verdad: son historias

con que los romanos quieren

lavar un poco su honra

como si la honra fuese

una vajilla de loza.

No hay comentarios: