Acaecidas a Eurípides, a Cacharet y a Zumalacárregui
La relación breve de un suceso se llama anécdota. Cualquier otra relación que no sea breve se llama ladrillo mesopotámico.
Las anécdotas son la forma literaria del cotilleo y son la prueba del nueve de la buena narrativa: si una historia cualquiera contiene muchas anécdotas es señal de que al autor no se le ocurría ni «usted lo pase bien».
Si hacemos caso de su significado griego (cosa que yo, personalmente, no aconsejo), hallamos que la anécdota debe ser algo ignorado antes, poco conocido e inédito. La verdad es que rara es la anécdota que oigamos o leamos que no la conociéramos de antes.
Una regla de las anécdotas es que sus protagonistas son intercambiables; es decir, que se pueden adjudicar a un señor o a otro distinto sin que pase nada. Valga el ejemplo del famoso «huevo de Colón», que es algo que le sucedió en realidad a Juanelo Turriano, ingeniero de Carlos V.
Tres ejemplos de anécdotas curiosas.
Eurípides, el gran trágico, nació el mismo día que comenzaba la batalla de Salamina y su padre —que era contratista de penachos para cascos—, para festejarlo, se compró una túnica verde que le favorecía bastante. Todos sus vecinos pasaron por su casa para felicitarle y el padre de Eurípides (que se llamaba Epaminondas, como su abuelo materno) obsequió a todos con un vaso de vino. Desgraciadamente, el vino se acabó antes que los invitados y, cuando llegaron los últimos, no se les pudo obsequiar. Epaminondas, avergonzado por haber faltado a la ley de la hospitalidad, salió corriendo en dirección nor-noroeste y no se volvió a saber más de él, por lo que esta anécdota flojea un poco hacia el final.
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Al famoso actor cómico francés Jean-Paul Cacharet le daban mucho miedo los saltamontes. En cierta ocasión, yendo de excursión al campo, se le olvidó llevarse la capa y, como llovió, se empapó bastante. Una vez, durante la representación de una obra, se bebió un vaso de agua y, en otra ocasión, compró un billete de lotería que no le tocó. No nos extraña que este señor no haya pasado a la historia.
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En cierta ocasión, el general carlista Zumalacárregui se empeñó en comerse un bocadillo de sobrasada mallorquina y, por no encontrarse tal ingrediente entre su avituallamiento, prometió el rango de capitán de su ejército a quien se lo proporcionara.
Un soldado, llamado Azpeitia, que tenía un primo en Mallorca, sacó de su petate la sobrasada que éste le había mandado por su cumpleaños, la untó en un panecillo y se la ofreció al glorioso general, quien la comió con deleite.
Sin embargo, Zumalacárregui no hizo capitán a Azpeitia, quien se enfadó mucho y se hizo isabelino. Desertó y se pasó al otro bando. Fue capturado en una escaramuza y el general lo hizo fusilar.
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Espero que no hayan tomado por verdaderas estas anécdotas tan estúpidas, porque son completamente falsas: me las acabo de inventar.
Si se las habían creído, entonces eso halaga mi vanidad de historiador, pues el arte de nuestra profesión consiste en inventarse cosas que parezcan verdad. Dicho de otra manera, una de las pocas satisfacciones de los historiadores es endilgarles trolas a los estudiantes de historia. Reflexionen, pues sobre si se habían creído mis falsas anécdotas o si, por el contrario, habían descubierto el artificio nada más comenzar a leer.
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