En el siglo xiii la filosofía está aristotelizada. ¿Quién la desaristotelizará? El desaristotelizador que la desaristotelizase, buen desaristotelizador será. Pero el hecho fue que nadie la desatistotelizó. Al contrario: cada vez se traducían más y más cosas suyas, para desesperación de muchos.
Un gran filósofo cristiano de esta época tenebrosa y mugrienta fue San Buenaventura (1221-1274) que, en realidad, se llamaba Juan de Fidanza. Pero se cambió el nombre, pues tenía planeado desde pequeñito llegar a santo y, de hacerlo, hubiera sido San Juan y se habría confundido con el otro, más famoso por su novela de terror titulada Apocalipsis. Así es que Buenaventura buscó un nombre con el que aún no se hubiese canonizado a nadie, para ser el primero. Hasta el momento de su santificación, este humilde varón se conformó meramente con ser Superior General de la Orden de los Franciscanos.
Su pensamiento puede definirse como un agustinismo recocido. Básicamente el santo dijo lo siguiente:
a) que la filosofía necesita de la revelación y que, sin ella, no hay nada que hacer;
b) que Dios es lo mejor;
c) que la Naturaleza es deficiente y está muy mal hecha (suponemos que Dios no se enfadó por esta crítica a su obra, considerando que antes le había elogiado bastante);
d) que el amor era algo muy superior a la inteligencia, por lo cual, si eras bueno, no era ningún deshonor ser tonto de capirote.
San Buenaventura representa en su siglo el espíritu de continuidad, lo que equivale a decir que la Escolástica debe seguir como está, sin necesidad de cambiarla ni un poquito, y que hay que votar siempre al partido conservador.
El siguiente en la lista es San Alberto Mango (1193-1280), un fraile dominico que… (¡Eh! ¡Esperen un momento! Nos hemos equivocado: no es Alberto Mango, sino Alberto Magno. Ha sido un lapsus calami involuntario: no teníamos ninguna intención de burlarnos de este señor, convirtiéndole en una fruta tropical.)
San Alberto Magno —decíamos— desarrolló gran actividad. Sus escritos son de un volumen enorme, porque tenía una letra muy grande, y perifrasean explicativa e incansablemente la mayoría de los libros aristotélicos. No aportó ninguna idea propia, sino que se limitó a mover de acá para allá los conceptos del otro, pero lo hizo con gran entusiasmo y energía, transmitiéndoselos a su discípulo, Tomás de Aquino, de quien tendremos que hablar en los siguientes párrafos si Dios no lo remedia.
A Alberto se le dio el título de «Doctor Universalis», que es como decir que era un generalista que no había conseguido especializarse en nada ni sabía lo bastante de ninguna materia específica.
A su muerte se les dijo a sus sobrinos y herederos que Alberto había dejado una suma importante. Los herederos al principio se hicieron ilusiones, pero vieron luego con desencanto que era meramente una Suma de teología que no les valía para nada.
Para ir cerrando este capítulo tan ameno, haremos mención de Tomás de Aquino (1225-1274), el filósofo más grande de todos los tiempos, si hemos de entender ‘grande’ en la acepción de ‘voluminoso’. Tomás era gordo como él solo y hubo que serrar en semicírculo su escritorio para que le cupiese en la tripa y se pudiera aproximar a él lo suficiente para poder escribir. Cuando murió, tuvieron que hacerle in situ un ataúd «king size» para poder meterle (que luego no cupo por la escalera, lo que obligó a los frailes a descolgarle por la ventana). Todo ello porque Tomás amaba a Dios y a la buena mesa, pero no en ese orden.
En cuanto a sus capacidades intelectuales, baste decir que se le conocía en su comunidad como «el buey mudo». No obstante, consiguió ser venerado durante siglos como un gran sabio y aún en la actualidad hay filósofos que se denominan a sí mismos neotomistas sin que le dé especial vergüenza.
Este filósofo lombardo se pasó la vida contestando cartas de reyes y de papas, que no paraban de preguntarle cosas, tal era su prestigio. Se ocupó de varios temas principales, como la distinción entre ser creador y ser creado, que Tomás afirma que son cosas diferentes, basándose en el hecho de que para eso se llaman de forma distinta. También habló de la constitución de las sustancias, por lo que sabemos que las sustancias están constituidas. Y, no contento con esto, se atrevió asimismo a dar una explicación del conocimiento y del problema de los universales, en el que no entraremos para no hacer este libro más aburrido de lo que ya es. Todo esto lo complementó en sus ratos libres, codificando la moral oficial de la Iglesia y reformulando la teoría política de los reinos cristianos.
Pero donde a Tomás de Aquino no hay quien le meta mano es en las demostraciones de la existencia de Dios, que era lo que más gustaba en aquellos tiempos. Emperrado en demostrar que la razón conducía exactamente al mismo lugar que la revelación, solo que tardando más días en llegar, desarrolló cinco razonamientos llamados «vías», a cuál más falaz, pero que fueron acogidos de forma entusiasta por todos aquellos que no los entendían. Veámoslos.
Dios existe porque hay movimiento. Si algo se mueve, es porque tiene un motor. Dios es ese motor primero que se mueve sin un motor previo. Esta demostración primera es igual que la segunda, que afirma que si algo existe, es porque tiene una causa. Dios es la causa no causada que causa el universo. Pero si aceptamos que puede haber algo no causado (Dios, en este caso), también el universo podría perfectamente ser no causado. O jugamos todos o no juega ninguno.
El tercer argumento es que las cosas pueden ser o no ser y es más bonito pensar que Dios «es» que pensar que Dios «no es», así es que tiene que ser. Este argumento también se parece mucho al cuarto, que dice que hay unas cosas mejores que otras y que, como Dios es perfecto, tiene que existir, pues se es más perfecto existiendo que no existiendo. Esto, en lógica, se denomina petición de principio. La afirmación de que Dios es bueno o perfecto es totalmente gratuita: nadie lo ha comprobado jamás. Por lo que sabemos, Dios podría ser un ente con grandes poderes como para crear universos y tener a la vez muchísimos defectos.
La quinta demostración dice que la naturaleza funciona estupendamente y que tiene que haber habido un ser superior e inteligente que la haya programado. Lo de que la naturaleza va bien parece un chiste de mal gusto, a poco que conozcas la historia de la más famosa de las especies animales que ha producido: el hombre.
Resumiendo,
que es gerundio: la filosofía no puede decir nada nuevo que no sepamos por la
fe. A lo sumo, puede coincidir con ella. Si una doctrina filosófica dice lo
mismo que el dogma, entonces es verdadera; si dice otra cosa, ha metido la pata
y se equivoca. La filosofía es la criada de la teología y realmente no sirve
para nada. Esta afirmación no gustó a los filósofos, pero, en cambio, encantó a
los teólogos. Nos recuerda al líder político que en la sede de su partido da un
discurso para convencer de sus ideas a los miembros de su partido que ya tienen
carné desde hace veinte años. Pero como los teólogos mandaban más que los otros,
el éxito de Tomás de Aquino quedó asegurado para los restos.

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