Moby Dick

 

He citado en una taberna a Herman Melville para una entrevista, pero el famoso autor (famoso hoy: en sus tiempos no le conocía casi nadie) no ha tenido el buen gusto de acudir, quizá por llevar allá más de ciento veinte años muerto o por alguna otra razón. Así es que he tenido que conformarme con entrevistar a uno de sus personajes, para cubrir mi sección en el suplemento cultural semanal del Daily Telegraph, que no he sabido nunca porque se llama telégrafo, si no deja de ser un periódico vulgar y corriente.

Conseguir hablar con un personaje parece algo más difícil que hablar con su autor, pero no es así. Los escritores suelen ser muy soberbios y, en cambio, sus criaturas se muestran mucho más accesibles, probablemente debido al hecho de que saben que ya no van a aparecer en ningún otro libro, por lo que aprovechan toda ocasión de lograr fama. (Los personajes recurrentes, tipo Sherlock Holmes, no entran en esta categoría.)

Yo quisiera haber hablado con el capitán Ahab, el cachalotero, pero estaba de viaje, por lo que tuve que enterarme del suceso provoca de Ismael, el narrador de la historia mobydickeña. Había otro personaje peculiar: el arponero caníbal Queequog, pero no me he atrevido a por darle por temor a pronunciar incorrectamente su nombre y a que probara en mí sus habilidades en una u otra categoría (o en las dos sucesivamente).

Una cita de las más conocidas de nuestra literatura inglesa es esa que dice « Call me Ishmael» [Llamadme Ismael], con la que comienza el libro, lo que da una idea muy aproximada de la falta de nivel de nuestra literatura inglesa.

Como fuere, tengo ante mí a Ismael y a una botella de ron, que se supone que es lo que beben todos los marineros que se precian. Comienzo mi interrogatorio.

—Mucho se ha dicho sobre esta novela y su proceso de creación —adelanto—, pero seguro que todo es mentira. ¿Qué nos puedes decir usted de la historia de Ahab, contada por Melville?

—Antes de nada —me responde Ismael, tras arrearse varios lingotazos a costa del Telegraph—, antes de contarle todo lo que usted quiera, deseo hacer constar que siempre he estado avergonzado de haber aparecido en una novela tan mala como Moby Dick. Lo hice porque Melville no me sacaba en otras: no pude elegir. Los personajes trabajamos en lo que podemos y aceptamos aparecer en cualquier sitio, al igual que hay actores que no le hacen ascos a trabajar como taxistas o camareros.

—Lo comprendo —le tranquilizo— y no se lo tendré en cuenta. Empiece.

—Bien. pues les contaré que yo me enrolé en el «Pequod», mandado por Ahab, que era un puritano de aquí te espero.

—¿Puritano?

—Él se consideraba a sí mismo pío, para justificarse. Como estaba empeñado en matar a esa ballena, por motivos personales, se esforzó por creerse que el animal representaba al Mal, así con mayúsculas, y que él mismo, Ahab, era el Bien. Es lo que suelen decirse los que quieren matar a algo o a alguien sin sufrir remordimientos.

—Prosiga.

Ismael lo hizo, no sin antes ronearse un poco más.

—El barco aquel estaba lleno de indeseables. Yo no, claro. yo siempre fui una persona decente, puesto que era blanco. En cambio, en la tripulación había un tahitiano, un piel roja, un portugués y ¡hasta un negro! ¡Figúrese que compañía! ¡La hez social!

No sabiendo qué decir, asentí con la cabeza.

—La expedición tenía como objeto la venganza —prosiguió—. Ahab era muy descuidado y había perdido una pierna...

—¿Tanto? ¿Tan descuidado como eso?

—Digo que, como era descuidado, se acercó demasiado a una ballena en medio de una cacería y un coletazo del animal hizo saltar por los aires. Se trituró una pierna al caer y la tuvo que sustituir por otra de hueso.

—¿No de madera?

—No. Ahab sería lo que fuere, un cochino desde luego, porque le olían mucho los pies, pero a original no le ganaba nadie. Además, las piernas de madera eran más caras.

—¿Y de ahí su deseo de venganza?

—Yo creo que sí. Aunque no falta quien dice que, si se pasaba la vida embarcado, no era para perseguir a aquel monstruo que le había dejado cojo, sino que lo hacía porque no quería estar mucho tiempo en tierra, ya que debía dinero a mucha gente en casi todos los puertos conocidos.

—Comprendo. Cuénteme algo de la ballena —le insté.

Ismael apuró sin ningún apuro otro vaso de ron y se dispuso a contestar.

—Como guste. No era en realidad una ballena, sino un chacalo... un calacho... ¡Diantres, que no consigo decirlo bien!

—Un cachalote —apunté.

—¡Eso! Sólo que era un cachalote alpino.

—¿Alpino? —pregunté—. Sería albino.

—Sí, claro. Ahab le bautizó como Moby Dick, vaya usted a saber por qué.

(‘Dick’ es el diminutivo de Richard, lo que equivaldría a Ricardito. Coloquialmente la palabra designa también al miembro masculino, siendo el equivalente semántico de ‘pito’. En cuanto a ‘Moby’, podría ser un diminutivo de ‘mob’, muchedumbre, con lo que nos quedaríamos con «una muchedumbre de ricarditos» o bien «el pito de muchos». Hasta aquí llega la especulación de los filólogos. De todas maneras, ninguno de los dos nombres parece muy adecuado para una ballena blanca.)

 

—¿Y qué sucedió luego?

—Pues nada muy interesante. Realmente la novela iba principalmente de detalles de la vida marinera de la época y del comercio de aceite, pero todo muy mal contado. La serpiente de mar, de Julio Verne, sin ir más lejos, es una relación mucho más interesante de la caza de los a zateceos... cecateos... cezateos...

—Cetáceos.

—Usted lo ha dicho. Volviendo al tema: usted no ignora que en Inglaterra promocionamos mucho a nuestros autores, sean buenos o malos.

—De eso ya hablaremos después. Reláteme el final de la aventura.

—Pues nada: encontramos al chaca... a la ballena aquella —la lengua se le trababa cada vez más por efecto de la ronización— y Ahab le saltó encima, se puso a caballo sobre su lomo, le clavó un arpón como pudo y se fue al infierno con ella. Nadie sintió demasiada pena, la verdad.

—O sea, que se tomó su venganza pero pereció en el intento.

—Efectivamente, y moriría feliz seguramente, por haber acabado con el bicho y por haberse librado de tener que pagarnos nuestros sueldos a los marineros. Ya le he dicho que...

—Sí, ya hemos hablado de Ahab y su sentido del deber, vamos, de lo que estaba acostumbrado a deber. Hábleme ahora de la novela.

El personaje acabó la botella, pidió otras dos y continuó su relato, exaltándose progresivamente.

—¡Ese Melville era un imbécil, con perdón! —exabruptó—. No le gustaba escribir. Quería ser rico y famoso con la literatura, pero no le gustaba escribir.

—¿Es cierto que la narración está basada en hechos reales? —quise saber.

—¡Naturalmente! El Herman de todos los diablos era incapaz de inventarse nada y se limitó a «fusilar» una historia que ya estaba escrita por ahí: la crónica periodística de lo que le sucedió al ballenero «Essex», de Nantucket, en 1820.

—¿Me está diciendo que se limitó a novelar un escrito de viajes ya existente?

—Ni más ni menos.

—¿Eso es cierto? ¿Está usted seguro?

—¡Ya le digo! —aseveró Ismael, aprovechando la pausa para desbotellizar un poco más de líquido.

—En su novela, el barco también zarpaba de Nantucket.

—¿No le digo que carecía por completo de imaginación? En fin: escribió la historia muy mal. La publicó en 1851 y el editor acabó suicidándose, porque no vendía nada en cincuenta años. Los críticos le aconsejaron que cambiara de profesión, que se dedicará a cualquier otra cosa menos a escribir, y hasta se ofrecieron a recomendarle para diversos empleos, en un intento desesperado de que abandonara la literatura.

—Pero Melville es famoso.

—Se hizo luego. Eso fue después, ya en el siglo XX, cuando le presentaron como una gloria nacional, una vez que la gente se hubo olvidado de su fracaso.

—¡Vaya! Yo no sabía eso. Siempre creí que Melville había tenido éxito en vida.

—¡Qué va! No lo tuvo. Y como su novela no gustó, en vez de intentar escribir otra mejor, abandonó la literatura para contento de los críticos y se metió a funcionario.

—Siga, por favor.

—Aprovechando los contactos de su mujer, que pertenecía a la alta sociedad, le hicieron inspector de aduanas en Nueva York y a eso se dedicó el resto de su existencia. En su familia se pusieron muy contentos con este nombramiento, pues el que estuviera fuera de casa durante el día era un alivio para todos, teniendo en consideración su mal genio.

—¡Vaya, vaya!

—Era un pájaro de cuenta el Melville, como le digo. cuando se vio sin recursos, dio un braguetazo importante, pero luego se supo que maltrataba a su mujer e hijos. También azotaba a los sirvientes. ¡Se dio a la bebida! —dijo Ismael, mientras se bebía otro vaso colmado de ron, como si aquel fuera el más terrible de los vicios—. No respetaba ni a los lectores, a los que consideraba completamente tontos.

—¿Y eso? Explíquese.

—¿A qué otro motivo puede deberse que dedicarse en su libro cuatro páginas largas a contar lo que es una ballena, dando incluso las definiciones que aparecen en los diccionarios?

Al llegar a aquel punto, yo le había perdido ya todo el respeto a Melville, a Ahab y, ¿por qué no decirlo?, también a Ismael. Así es que no pude contenerme y le ataqué:

—No pongo en duda ni por un instante todo lo que me ha contado —comencé—. Tanto Melville como Ahab parecen gentuza, ya real ya imaginaria. Pero usted, amigo mío, no les va a la zaga.

—¡¿Cómo dice?!

—¿Le parece a usted que es propio de un hombre de bien hablar tan mal de su padre?

—¿De mi padre? —dijo Ismael, con los ojos como dos platos soperos.

—¡Claro está! Melville es su progenitor. Él le creo. Sin él, no estaría usted hoy aquí bebiéndose la tercera botella de ron.

—¿Vamos ya por la tercera? ¡Cómo pasa el tiempo! —exclamó. Y, tras una pausa, añadió —: Tiene usted razón. Soy el hijo natural de Melville: no lo puedo negar. Pero la verdad es que nunca le interesé. Me creó solo para que fuera testigo y contará un suceso. ¡Él solo pensaba en Ahab! ¡Era su protagonista! ¡Su preferido!

—Y como Ahab era también hijo de la imaginación de Melville, ¡pues era su hermano de usted! —rematé.

Ismael prorrumpió en sollozos.

—¡Pero, hombre, no llore!

—¡Melville no se molestó en contar nada sobre mí! —balbuceó el marinero sin dejar de gimotear—. En la segunda parte de la novela casi ni aparezco. ¡Y nunca me volvió a sacar en otros escritos posteriores, como hacen otros muchos autores con los personajes con los que se encariñan! ¡Mi padre nunca me quiso! ¡Ah! ¡nunca fui lo bastante bueno para él! ¡Y Ahab siempre me trató muy mal, dándome órdenes todo el rato y haciéndome fregar la cubierta incesantemente! ¡Y nunca le parecía lo bastante limpia!

El marinero derramó lágrimas equivalentes por lo menos a las tres botellas que se había echado al coleto.

No había nada más que hacer. Ismael había cogido una merluza (algo lógico en un pescador) y le había dado llorona. Dejé pagada una cuarta ronda ronera y abandoné aquel tugurio para irme a redactar este escrito, ya que quería entregarlo a tiempo de que saliera en la edición del domingo y que me lo pagaran cuanto antes.

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