Mi primera vivienda

 

Cuento destinado a demostrar que el dinero no da la felicidad, pero casi

 

No voy a entrar en detalles de cómo vendí mi alma al diablo, porque lo dejo para otro día. Sólo les contaré que no la troqué por ninguna Margarita.

Me he hecho multimillonario y he construido la casa de mis sueños. Lujo... un ambiente agradable... buenos materiales... placer a la vista... a los sentidos... relajamiento...

¿Qué contarte, ¡oh, lector!, del lujo con el que he hecho construir mi palacete? ¡Qué fastuosidad, qué relumbrón y qué bambolla! Riquezas por doquier, un jardín versallesco, una fuente de jade, una avenida de mármol, un quiosco de malaquita (¡diantre!: ¡la intertextualidad!).

Todo en mi villa está hecho con los mejores materiales y hasta con piedras semipreciosas como el... como la... bueno, yo no distingo las semipreciosas de las otras, pero ustedes me entienden.

Y todo el lujo, desde el principio. Los arquitectos han dibujado sus planos en papel couché. Los cimientos se han hecho mezclando el mejor cemento con esencias aromáticas. Las vigas son de una aleación de acero, bauxita y un tres por ciento de platino. La madera del parquet es ébano puro y cedro del Líbano. Las tuberías son de oro macizo. Todo se ha traído del país donde se halla la mejor calidad. Hasta el blanco de España es importado.

Durante varios meses los diversos albañiles bornearon, retranquearon, cantearon, enripiaron, entomizaron, retundieron, zaboyaron, enrasaron, encacharon, encorozaron, trasdosearon, socalzaron, rafearon, descimbraron, repellaron, enfoscaron, fratasaron, empañetaron, jarraron, entunicaron, anidiaron y trullaron el edificio incansablemente.

(¿Cómo? ¿Que no han entendido nada? Pues todos estos verbos existen en el mundo de la construcción, amigos míos. ¡Ay, esa cultura general...!)

Al final, el edificio no carece de nada. Tiene más naves que la Armada Invencible, más columnas que el ejército de Julio César, más arcos que Robin Hood y sus amigos, y más frontones que el País Vasco.

No sólo eso, sino que he hecho colocar un arco de triunfo en la entrada y un obelisco el medio del pasillo, para no privarme de nada.

En cuanto a la decoración, he llenado mi mansión de objetos de arte, con los que empiezo a coleccionar una colección. Entre mis tesoros se cuentan una pintura de Tennyson, el manuscrito de una carta de Atila, varios compases manuscritos de la Sinfonía en re menor de Rembrandt, una de las últimas esculturas salidas del cincel de La Fontaine y un desatrancador de lavabos con el mango pintado por Benvenutto Cellini.

Todo esto me ha costado un fortunón, pero su posesión hace estremecerse de placer a mis sentidos.

Así que no diré que en mi casa se vive con un lujo oriental, porque he visto algunas tiendas de beduinos en el desierto de Gobi que parecían bastante cochambrosas.

Lo malo es que, para estar acorde con la casa, tengo que vestirme con prendas que me pesan mucho. La camiseta de brocado me hace sudar especialmente y, además, me pica y me tengo que estar rascando continuadamente.

Ese es el único consuelo que les va a quedar a todos aquellos que me envidian.

 

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