Filosofos cristianos (2)

 

          La siguiente valla en esta carrera de obstáculos que es el saber humano se la salta (o la pone, ¡vaya usted a saber!) Anselmo de Canterbury (1033-1109), Arzobispo de Canterbury y Presidente del Ropero Benéfico de Canterbury también. Este teólogo comenzó su carrera como prior (lo que no está nada mal), fue luego abad, gracias a sus contactos, y, por último, ascendió a la máxima posición en Inglaterra, no queremos saber por qué medios.

           Anselmo está inmerso hasta el cuello en la tradición patrística y aún así se las ingenia para fundar la Escolástica y dejar anticuado a San Agustín. Se empeñó en demostrar la existencia de Dios y ganar la lotería comprando muchos años seguidos el mismo número. Lo de la lotería sí que lo acabo por conseguir. En cuanto a la demostración ontológica es de lo más apabullante: si Dios es lo más grande que puede pensar el arzobispo de Canterbury, entonces tiene que existir, porque, de no hacerlo, el arzobispo de Canterbury estaría pensando una solemne tontería y su dignidad quedaría por los suelos, cosa que en Canterbury no estaban dispuestos a permitir que sucediera de ninguna de las maneras.

(Este argumento es fácilmente refutable, pues puede aplicarse a cualquier cosa. Si nos imaginamos a un perfecto idiota, el idiota tiene necesariamente que existir, pues no sería perfecto si no existiera.)

           Este argumento provoca diversas reacciones en los filósofos posteriores. San Buenaventura lo acepta sin problemas; Santo Tomás no queda muy convencido; Duns Escoto le da la vuelta, como a un calcetín antes de meterlo en la lavadora; Descartes lo utiliza unos días sí y otros no, según le conviene; a Leibniz no le hace ni fu ni fa; Kant lo desmonta como si fuese un mecano y Hegel lo reformula de esa manera suya tan típica en la que no se entiende nada.

           Anselmo se ha hecho famoso, sobre todo, por utilizar como ejemplo para sus demostraciones una frase del salmo 13: «No hay Dios, dijo el insensato en su corazón». Esto no le hizo ningún bien, pues cientos de libros y artículos sobre él se titularon «San Anselmo y el insensato» y, debido a las muy frecuentes erratas de imprenta, muchos de estos escritos acabaron siendo «San Anselmo, el insensato», y gentes que no lo habían leído —la mayoría de la Humanidad, como ustedes podrán figurarse— se quedaron únicamente con esta idea.

           En el siglo XII tenemos la figura egregia (aunque algo incompleta) de Pedro Abelardo (1079-1142), teólogo francés famoso por sus amores con Eloísa y por una visita que le hicieron unos esbirros por orden del padre de la joven, armados con un cuchillo muy afilado, con el que convencieron tajantemente a Abelardo para que abrazase el celibato y se dedicara de pleno a la filosofía. (Como ven, no puede contarse el hecho con más elegancia de cómo nosotros lo hacemos.)

           Abelardo fundó varias escuelas —porque con una no era bastante— para explicar el método escolástico de su invención. Se ocupó de los universales, a cuenta de lo cual criticó el nominalismo de Roscelino y el realismo extremado de Guillermo de Champeaux. (No sabemos qué quieren decir estas dos últimas frases: las hemos copiado desvergonzadamente de un libro para rellenar nuestro párrafo.)

           Lo que sí está claro es que para Abelardo los conceptos universales no son reales, pero tampoco son meros nombres, pues obtienen su contenido significativo de la capacidad de abstracción de la mente. O sea, que los universales no son reales pero tampoco dejan de serlo. Nos imaginamos que si no hubiera sido por el novelesco episodio del cuchillo al que antes hemos hecho mención, Pedro Abelardo no se habría labrado un hueco en esta Historia de la filosofía ni en ninguna otra.

           Encontramos otros muchos nombres de individuos que pululan por este siglo: Pedro Damián, Hugo de San Víctor, Ricardo de San Víctor, San Bernardo de Claraval y otros. Pero el más pesado de todos parece que fue Pedro Lombardo (circa 1090-1160), llamado magister sententiarium [maestro de sentencias], por las frases lapidarias con las que flagelaba a sus alumnos. Sus libros de aforismos fueron durante toda la Edad Media la munición teológica con la que los escolásticos apedrearon a sus adversarios ideológicos. Si te acertaban a dar con una frase de Lombardo, quedabas fuera de combate en el acto.

           No contento con ser obispo de París y comer caliente a diario (algo poco común en aquella época), este buen señor escribió libros presuntuosos donde pontificaba sobre Dios unitrino, la creación, la encarnación y los sacramentos, como si nadie antes se hubiese ocupado del tema.

 

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