Filósofos árabes (1)

 

Por si Aristóteles no había dado bastante la lata en su lengua original, hete aquí que una pléyade de señores medievales que no tenían obviamente otra cosa mejor que hacer se dedicaron a traducir sus obras con un entusiasmo digno de mejor causa.

           El primer filósofo árabe del que se tiene noticia en las redes sociales es Alkindi (801-873). Vivió en Basora, pero luego se trasladó a Bagdad, cuando le expulsaron de su ciudad natal por pedante. Allí colaboró en las traducciones encargadas por los califas, a dinar la página.

           Se dedicó a relacionar la religión con la filosofía, diciendo, naturalmente, que la primera era estupenda y la otra solo un sucedáneo, porque afirmar otra cosa en aquellos años en Bagdad eran ganas de jugársela.

           Alkindi sostenía la existencia de dos mundos: el inteligible, auténtica realidad, y el sensible, que es una mera sombra y reflejo del otro, pero en donde los alquileres son más baratos.

           Alfarabi (870-950) fue otro de tantos y se le conoció como «el segundo Aristóteles», lo que para los platónicos como nosotros es un insulto, equivalente a mentarnos a nuestra madre. Por si el Estagirita no hubiera patentado ya bastantes teorías, este señor introduce la del «intelecto agente» como forma separada de la materia. Intentó, además —¡el muy iluso!— unir la política al conocimiento y cimentar un estado sobre las ideas de los sabios, empeño que no fraguó, como todos ustedes se imaginarán, pues la organización de los estados, por regla general, se le suele encargar a los más cretinos.

           Tuvo gran influjo sobre Avicena (980-1037), quien le copio la forma de hacerse el turbante y el nudo de la corbata. Este filósofo con nombre de marca de pastas para sopa fue también uno de los médicos más famosos de su tiempo, aprovechándose del hecho de que entonces en Persia solo había tres o cuatro galenos.

 Avicena recogió (del suelo) la distinción entre esencia y existencia, que a Alfarabi se le había caído sin que se diera cuenta, y la potenció, introduciéndole la noción de necesidad: solo lo necesario debe ser objeto de la ciencia, pues la vida es corta y no hay que perder el tiempo en inanidades.

          Avicena es emanantista, pero tiene un buen cuidado de no decirlo en voz alta, para evitarse palizas. Lo de la creación del mundo a partir de la nada no se lo cree en absoluto.

 Averroes (1126-1198), conocido entre sus allegados como Abul Walid Muhammad Ibn Rushd y entre sus incautos lectores como «el pesado ese», también tradujo a Aristóteles (¡cómo no!). Pero se hizo más famoso que Avicena (Ibn Sina), por ejemplo, porque este había nacido en Córdoba la nombrada y el otro, ¡pobre!, en Afsana, que es un sitio que nadie sabe dónde está y al que, por esa razón, llegan poquísimas cartas.

 La pregunta que todos nos hacemos (y si no nos la hacemos, deberíamos hacérnosla en cuanto tuviéramos un ratito libre) es: ¿merece en puridad el nombre de filósofo el que se limita a traducir a otro? ¿No hay en estos señores un sí es no es de vanidad, de arribismo, de aprovechadurismo y de querer participar en glorias ajenas? Alguien dirá que sus traducciones fueron muy buenas. Pero para decir esto el que lo dijera tendría que dominar a la perfección tanto el griego como el árabe clásico, lo que nos llevaría a sospechar que tal señor era tan fanfarrón como el propio Averroes, por lo que su aseveración no nos impresionaría en absoluto.

 No se nos oculta que haber llegado hasta aquí sin decir ni una sola palabra sobre la filosofía de Averroes parece a primera vista imperdonable. Pero ¿qué quieren? Casi no dijo nada original.

 Para nuestro hombre, Aristóteles era el Filósofo con mayúscula (aunque en árabe no hay mayúsculas, lo que le produjo un problema de aúpa). Por otra parte, hay en su obra un claro influjo neoplatónico —del que Ibn Rushd no pudo despegarse por más esfuerzos que hizo— que habría enfadado mucho al propio Aristóteles si hubiera llegado a enterarse. (Afortunadamente para él, ya estaba muerto y no puedo demandar a Ibn Rushd por malinterpretarle.)

Averroes habló (vagamente) de la razón y de su importancia a la hora de ir a comprar al mercado y conseguir que no te timen. Insistió en que el conocimiento filosófico era necesariamente esotérico, porque ni el vulgo ni los teólogos conseguían entender nada a derechas. Hay una verdad única, que es eterna y de la que sabemos esto y poco más. Según la capacidad de los seres vivos (caso de tenerla), estos acceden a los tres niveles sucesivos de verdad: el religioso (para el vulgo ignorante), el teológico (para la gente mediocre que se hallaba en el «quiero y no puedo» de la comprensión intelectual) y el filosófico (aquel en el que se hallaba el propio Ibn Rushd y sus amiguetes, los listos). Todo aquello le encajaba perfectamente y le venía de perlas para labrarse un puestecillo destacado en la sociedad. A todo esto, el postulante a filósofo lo denominó pomposamente «la doctrina de la unicidad del intelecto posible», lo que no se puede negar que suena muy bien.

Como habrán visto ustedes, todo esto era de cajón y no hacía falta dedicar toda una vida para enunciarlo (como Averroes le dedicó). Además, de estas formas jerarquizadas de conocimiento se seguía que solo los filósofos (los únicos que utilizaban la razón) eran propiamente hombres y que la mayoría de la humanidad vivía de facto en un nivel infrahumano, animal. Esto puede perfectamente ser verdad, pero ustedes comprenderán que no es de buen gusto decirlo en voz alta. Por ello, Averroes hubo de pagar su precio y fue desterrado una temporadita a Lucena, donde se puso morado comiendo las riquísimas naranjas con bacalao, que es el plato típico de por allí.

 

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