El fantasma de Canterville

 
Wilde mató dos pájaros de un tiro con esta novelita, porque se rio todo lo que quiso de los norteamericanos y aprovechó la ocasión para tomarles también el pelo a los ingleses, a los que —como irlandés que era— les tenía toda la inquina que éstos se merecían y más.
 
Las tradiciones británicas quedan hechas unos zorros y los modernismos americanos también. No hay hada como la buena literatura para poner en ridículo los estúpidos comportamientos humanos y aquí el tradicionalismo, con todo lo que ello implica, se cae del guindo definitivamente.
 
Hiram B. Otis es un acaudalado empresario estadounidense que tiene más dinero que pesa. En su país seguro que le llaman «el rey de los fideos finos» o «el rey de los clips» o «el rey del papel de lija», según lo que sea que manufacture en sus numerosas fábricas. Pero que es rey de algo, de eso estamos seguros, por más que el hombre es un orgulloso miembro del Partido Republicano.
 
El caso es que es un nuevo rico y esnob (¡pleonasmo al canto!) y quiere comprarse algo para presumir de elegante ante los vecinos de sus dos mansiones colindantes, que poseen respectivamente un pijama que usó Edgar Alan Poe (roto por varios sitios) y una garrafa de aguarrás que perteneció a Vincent van Gogh, en la que el gran artista limpiaba sus pinceles (y de la que tomaba chupitos de vez en cuando, cuando no tenía otra cosa mejor).
 
Otis decide chafar por completo a sus vecinos —tan esnobs como él— y se compra nada menos que un castillo inglés con fantasma incluido, porque comprárselo sin fantasma hubiera sido una tremenda vulgaridad al alcance de cualquiera.
 
El empresario mide nueve pies y dos pulgadas y es un hombre tremendamente activo, por lo que ni corto ni perezoso se muda al castillo con su familia, integrada por su mujer y cuatro hijos: Washington, Virginia y dos gemelos, cuyos nombres no se nos dicen, pero que, a juzgar por cómo se llaman sus hermanos mayores, muy bien podrían ser Tennessee y Wisconsin.
 
El matrimonio encuentra en la biblioteca una mancha de sangre, junto a la chimenea, en un lugar donde la tira de años ha (unos cuatrocientos), Simon Canterville le sacudió a su mujer Eleonore una puñalada por adúltera, por fea, por llevar faja y por no saber cocinar. Según cuenta la señora Umney, un ama de llaves sombría y amojamada como corresponde a este tipo de personajes (y que está siempre de mal humor porque lleva cincuenta años sin conseguir que ninguno de los sucesivos dueños del castillo le suba el sueldo), nadie nunca ha podido quitar aquella mancha. Don Otis está convencido de que nadie nunca ha frotado con suficiente fuerza, porque los ingleses —con el pretexto de que en su país hace frío— son bastante cochinos y se lavan poco ellos y mucho menos a los objetos de tu entorno.
 
Un quitamanchas de fabricación estadounidense resuelve el problema y la respetabilidad del Imperio británico queda por los suelos tras breves frotamientos.
 
El fantasma se lleva un disgusto de los de no menees, porque en aquella mancha de sangre tenía puesto su pundonor de artista, aunque fuera como fantasma asesinador.
 
Para ganar terreno delante de los nuevos visitantes, el fantasma decide interpretar aquella noche uno de sus números de más éxito: el paseo por el pasillo cargado de cadenas rechinantes. Es un procedimiento que nunca le ha fallado en los varios siglos que lleva aterrorizando a los sucesivos habitantes del castillo.
 
Pero cuando, dadas las doce, inicia su paseo asustador, provocando con sus cadenas un ruido que helaría la sangre en las venas de cualquier britano que se preciase de serlo, el americano sale de su cuarto vestido con un pijama a rayas y con un frasco de aceite para engranajes en la mano.
Con campechanía, sin dejar de mascar chicle y en un inglés infame —como típico americano que es— Otis le ofrece el aceite al fantasma para que engrase sus cadenas y deje dormir a la gente que tiene que madrugar al día siguiente. El fantasma no se sonroja porque materialmente no puede y, en medio de un paroxismo de ira, intenta desaparecer de golpe, pero antes de conseguirlo, los gemelos le arrojan a su cuatricentenaria cabeza varias almohadas con tremenda puntería.
 
El siguiente encuentro del fantasma con la familia no resulta mucho mejor. Sir Simon decide impresionar a los recién llegados con su imponente armadura, pero la armadura pesa mucho y el fantasma tiene problemas para ponérsela él solo (en vida solía ayudarle un escudero). Las piezas caen al suelo junto con el fantasma, provocan un ruido de mil demonios y Otis empieza a enfadarse con aquel espectro inoportuno que le ha despertado cuando estaba soñando con algo que no contamos, porque era obsceno.
 
La señora Otis se compadece del aristócrata finado y le ofrece una pomada para los rasguños que se ha hecho en la rodilla al caerse al suelo, mientras los implacables gemelos atacan al ser espectral con sus tirachinas, en cuyo uso son bastante expertos.
La situación va de mal en peor. El fantasma hace aparecer de nuevo cada noche la mancha de sangre, que es cuidadosamente limpiada cada mañana. Los pequeños le tienen frito: ponen cuerdas en los pasillos para que tropiece, enjabonan el barandado para que se resbale, le tiran cubos de agua por la cabeza y le hacen mil perrerías. El fantasma coge una depresión de órdago y se plantea emigrar a Australia en busca de nuevas oportunidades laborales, por si allí aún se respetan las tradiciones.
 
El siguiente punto de giro de la historia es que la mancha de sangre aparece un día de color verde, lo que la hace perder toda su dignidad.
 
Virginia, la hija, se encuentra al fantasma por casualidad y éste, lloroso, le confiesa que ha ido pintando la mancha de sangre con sus témperas, pero que, cuando se le acabó el color rojo, tuvo que recurrir al verde con la esperanza de que los Otis fueran daltónicos y no se dieran cuenta. Luego le cuenta sus cuitas. Tras su esponsicidio, sus cuñados le dejaron morir de hambre y de sed, encadenado a una pared con grilletes y con un cántaro de agua y un plato de comida a la vista, pero lejos de su alcance (¡ya hace falta mala uva!). Y ahora la familia Otis no le toma en serio y los gemelos lo atormentan. Desearía morirse y, si no lo hace, es porque ya está muerto. Virginia se compadece.
 
El fantasma le pide que le ayude, pues si reza por él o hace cualquier otra mangarciada semejante, el hechizo se acabará y su espíritu obtendrá la paz. La chica lo hace —más que nada para acabar con el ruido que no deja a la familia conciliar el sueño— y la historia termina felizmente.
 
Entendemos que este final feliz era el que el lector esperaba, pero a nosotros —hemos de confesarlo— nos hubiera gustado más que el fantasma tuviera poderes más tremebundos y que hubiera echado con cajas destempladas de su castillo a toda aquella panda de energúmenos americanos al grito de «Yankees Go Home!»

 

No hay comentarios: