De entre aquellos de ese oficio
consistente en poner letras
unas detrás de las otras,
llenando planas enteras
de frases, con el propósito
de que alguien llegue y las lea,
uno de mis preferidos
es esa figura obesa
con pinta de tabernero
que logró una fama inmensa
describiéndonos las lacras
de la sociedad francesa
y que se llamó Balzac
(Honorato, por más señas).
¡Qué tío inmenso! Escribió
las novelas por docenas
con la ambiciosa intención
de contar la vida entera
de todo el mundo en el die-
cinueve, sin dejar fuera
ni profesión ni estamento.
Quiso contar la manera
en que en Francia se vivía
en una inmensa Comedia
humana, más divertida
que la del Dante (una empresa
no en extremo complicada),
llegando a escribir sesenta
o setenta folletines
de los más variados temas.
(Y sigo en prosa, porque me canso de buscar rimas.)
La vida de Balzac puede resumirse en una sola palabra: deudas.
(Voy a hablar muy seriamente. Le propino una patada al humor, lo mando allá, a un rincón de la habitación, y prescindo de él por unas líneas para escribir algo en serio. El humor me mira con ojos resentidos desde el suelo, pero yo no le hago caso. Y es que hay autores, como Balzac, que merecen publicidad. Y yo voy a hacérsela.)
Ya nadie se acuerda de él (pero es que la gente tiene mala memoria).
Ya nadie le lee (pero es que la gente tiene mal gusto).
Balzac es, en su tiempo, la magnificencia con bigote, el cronista de un mundo. Se propone contar todo su siglo y casi lo consigue; solo le falta vivir unos años más. Su obra es inmensa, a lo largo y a lo ancho.
Vive siempre de préstamos, por empeñarse en tomar café a diario. Los acreedores le persiguen y más de una vez tiene que darles esquinazo huyendo por una ventana construida ex profeso para ello. Compensa su pobreza con su fantasía. Moja pan duro en un cuartillo de leche e imagina que come suculentos manjares. Hace pintar muebles de mentira en sus paredes, para creer que sus habitaciones eran lujosas. Suple a la vida con la ficción.
La manera en la que intenta salir a flote es buscando una profesión lucrativa, con la que ganar dinero con rapidez, pero aún no se habían inventado las concejalías de urbanismo. Por eso, en 1824, abre una imprenta para elaborar no solo libros sino también invitaciones, tarjetas de visita, folletos, prospectos, catálogos, propaganda, calendarios esquelas, anónimos insultantes, folletos calumniadores, estampitas de San Vicente de Paul y rellenos para galletitas de la suerte de restaurantes chinos.
Las gentes entran en aquella pequeña y oscura imprenta de la rue de Marais y ven a un hombre gordo y sudoroso, con el pelo sucio y desgreñado, desaliñado, con la ropa arrugada y un aspecto mísero de pequeño comerciante. Algunos no saben que se hallaban ante el mayor escritor de su siglo. Otros sí lo saben, pero se limitan a decir: «¡Parece mentira! ¡Pero qué guarro es este tipo!»
En aquel taller la actividad de Balzac es incesante. Pero el negocio no funciona y tiene que ir despidiendo a sus trabajadores y haciendo él mismo todas las labores imprimiriles. Embadurnado de tinta y de aceite, sale a la parte delantera a darles la mano a los clientes.
Imprime una buena cantidad de obras clásicas francesas para venderlas a precios populares. Pero elige un tipo de imprenta tan diminuto que no se puede leer y nadie quiere comprar aquellos libros.
Los obreros piden sus jornales y Balzac no tiene efectivo. Intenta pagarles en especie, pero los trabajadores se niegan a que se les retribuyan sus esfuerzos con obras antiguas de Fenelon y La Fontaine. Balzac tiene que pedir nuevos préstamos y su deuda aumenta todavía más.
Finalmente, en 1827, la Imprimerie Honoré Balzac quiebra estrepitosamente y su dueño se encuentra diez veces más entrampado que cuando empezó.
Así es la vida de los genios
Algunos señores de peluca empolvada, de cuyos méritos ya no nos acordamos, le negaron la entrada en la Academia Francesa a él, el mayor escritor de su siglo.
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