Así habló Zarathustra

 

Bajaba Zarathustra de los montes para llevar su mensaje de amor y verdad a los hombres cuando se dio cuenta de que no estaba en Persia, sino en un lugar ignoto denominado Piedrafita del Cebrero. La impresión que recibió fue tal que resbaló aparatosamente y rodó hasta el pie de la montaña.

Al verle negro, por haberse rebozado en el carbón que había en la ladera, la gente del pueblo le apedreó, demostrando así aquello que dice el refrán sobre la tierra y el ser profeta, que ahora no recuerdo bien cómo es.

Zarathustra se dirigió al pueblo y entró en el Casino, en donde se reunía la flor y nata de la localidad, en el momento preciso en el que el farmacéutico cerraba el juego de dominó con el siete doble.

          El santo profeta hizo su aparición en el umbral. Al ver a un forastero, las gentes del Casino pararon sus juegos, el del mostrador paró la cafetera y el alcalde aprovechó para hacer un discurso. Se levantó todo lo majestuosamente que pudo y, tendiéndole la mano al profeta, le dijo, todo lo retórico que supo:

          —Soy Remigio Pedroso, el alcalde del lugar. Sea usted bienvenido a ésta su villa.

          —Yo soy un profeta —dijo Zarathustra reposadamente— y he venido a vivir entre las gentes y a darles mi amor y mi mensaje.

          —¡Cómo no! ¡Bienvenido! Pero... siéntese. Jugaremos al mus.

          Aunque no sabía jugar, el santo se sentó. Cuando comenzaron la partida, Zarathustra se mosqueó un tanto al ver que el que se hallaba sentado frente a él, le guiñaba un ojo.

          «Bueno», pensó. «Al fin y al cabo, ésos también tienen alma.»

          Le comentó el fenómeno al alcalde en voz bajísima.

          —¡Pero si eso forma parte del juego! —le contestó éste.

          —¡Hombre, ya me lo supongo! —replicó Zarathustra—. Pero lo malo es que quiera jugarlo conmigo.

          Al final consiguió aclarar el malentendido y, al ver que era bien aceptado (porque aún no les había ganado ni un céntimo), decidió comenzar su filantrópica labor.

          —He venido a predicar mi doctrina a los hombres —afirmó de pronto.

          —Pues por nosotros, no se cohíba —dijo el médico del pueblo, que jugaba en la misma mesa—. Díganos lo que sea, que le escucharemos mientras se baraja.

          Y, a continuación, hubo una conversación vargaslloseña:

 

El Alcalde, el Farmacéutico, el Médico y el Profeta.—(Hablando a la vez.) Dame a mí que yo he venido a este pueblo con la sota ya podrás con la intención de venga Manuel que los hombres un carajillo que digan la verdad porque las cuarenta para llegar a Dios en bastos y esas cartas que al corazón están marcadas del hombre quita de ahí y librarle del pecado venga hombre ha de cómo está usted doña Paca evitar mentir no puede darme fuego porque en la Biblia reparte Vicente que se dice que le toca a usté y está muy mal que mano tú ahora y muy feo.

 

Con grandes dificultades consiguió el profeta hacerse con la atención de los allí presentes. Pasó entonces a hacerles la revelación y descripción de su experiencia mística, de cómo había tenido lugar su iluminación fulminante:

—Hallábame yo un día en mi lecho —contó—, dispuesto a levantarme de un momento a otro para ir a la oficina, como todas las mañanas, cuando, de golpe, perdí la conciencia del exterior y algunos sentidos. Por cierto, que el del tacto todavía no lo he encontrado. Todo era oscuridad.

          »De repente, oí como el ruido de un interruptor y se encendió una luz. Cuando me quise dar cuenta de lo que pasaba, vi que me moría por momentos. «¿Estoy muerto?», me pregunté. «¡Pues vaya una gracia!» Sin embargo, me levanté. Allí estaba yo y allí estaba mi cuerpo; lo que parecía que era una única cosa, resultaba que eran dos. Como los hermanos Quintero. Dejé a mi cuerpo en el suelo, no sin abrigarle primero con una manta, y comencé a vagar por un lugar rarísimo.

          »De pronto, vi una luz al final de la oscuridad. Me dirigí a ella rápidamente, pues mi cuerpo no me pesaba. Al llegar vi que era un semáforo. ¿Semáforos en el mundo astral?, se dirán ustedes. Pero, ¡qué de cosas de los otros mundos ignoramos aún los humanos!

          »La luz cambiaba de color y los ojos me hacían chirivitas. Iba flotando por el espacio, como el padre de Hamlet o una sombra o un zeppelín. Sin embargo, conservaba una dirección. Era como un camino vecinal y en él, de cuando en cuando, me cruzaba con algunos espíritus. ¡Se veía cada cosa!

          »Algunos tenían el halo sucio; otros, hecho jirones. Por cada espíritu puro se veían doscientos asquerosos. Y luego fenómenos rarísimos, ya les digo. Los objetos se movían, debido a la acción molecular y se oía un run-run constante que era el ruido de la fuerza de gravedad, ese imperativo «¡Ven p’abajo!» eterno e inmanente. También se divisaban luces fosforescentes, como en los escaparates de la calle de Serrano y, asimismo, imágenes surrealistas.

          »Pero la música que se escuchaba, sobre todo, era algo indescriptible. Extraña, de un compás rarísimo. Avancé y vi un piano y en él ¿qué dirán? Un ángel con unas alas blancas, inmaculadas, dadas de azulete. ¡Y este ángel tocaba al piano una obertura de Stravinsky! ¡Así como suena!

          »Me dirigí a él, pero, antes de llegar, noté un gran ardor en mi frente. Era una lengua de fuego que bajaba, lógicamente, desde arriba y que me quemó por completo el flequillo. ¡Miren! ¡Miren!»

          Y enseñó a los presentes una quemadura que parecía producida por haberse acercado demasiado a un churrero.

          Zarathustra continuó:     

—Entonces me dije: Soy, indudablemente, un elegido. ¡Me han hecho apóstol! Pero, inmediatamente, recibí un guantazo espantoso y una voz estremecedora me dijo: «¡Soberbio mortal! ¡Nada eres ante la potencia de la naturaleza! ¡Sé humilde, humilde, ya que eres la más ínfima de las criaturas! Retírate a los montes, medita y, cuando hayas hallado la verdad en tu interior, llévasela a los hombres. Y, cuando ellos te llamen santo, ¡no te lo creas o estás perdido! ¡Éste es el mensaje definitivo! ¡La última palabra en profecías!»

          »Yo quedé muy impresionado ante esta revelación, ya que soy muy sensible. Y ya saben ustedes que, cuando algo se revela, la diferencia la hace la sensibilidad. Volví al camino dando traspiés y me extravié. Estuve la mar de tiempo intentando buscar mi cuerpo y, cuando al fin llegué a él, estaba derrengada».

          —Derrengado —corrigió el alcalde.

          —No, derrengada. ¿No ven que era mi alma?

          Hubo un largo silencio.

—Bueno, ¿qué les parece lo que les he explicado? —preguntó el santo, sin muchas esperanzas.

          —Hombre, ¿qué quiere que le diga? —dijo el alcalde, dubitativo.

          —Pero, ¿no creen que es lo justo?

          —Pues...

          Cuando Zarathustra quiso darse cuenta, se había quedado solo en la mesa. Todos los miembros del Casino habíanse agolpado en un rincón del salón. ¿La razón?

 

REAL MADRID—VILLARREAL

Retransmisión en directo

desde el estadio Santiago Bernabeu

         

          Zarathustra debió de engancharse al partido, porque de la nueva fe aún no se han tenido noticias.


 

 

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