San Agustín de Hipona

 

Cuando ya parecía que la cosa estaba muy mal encaminada y que no tenía solución, aparece Agustín de Hipona (354-430) a solventar la papeleta.

          Según se cuenta, su entusiasmo por la filosofía le vino por leer el Hortensius, un libro perdido de Cicerón. Fue maniqueo durante diez años, pero se cansó de pagar una cuota elevadísima y lo dejó. Entonces se convirtió al cristianismo y se hizo más papista que el Papa, como suele pasar. Su teoría es simple: la filosofía no puede ser sino cristiana, pues la filosofía es aspiración a la sabiduría y esta no es sino Dios: lo demás son gaitas.

          Así, el punto de partida debe ser, a su entender, la fe y las Escrituras. Esto no significa que renuncie por completo a la cultura antigua, pues siguió aliñando las aceitunas al más puro estilo griego.

          Agustín no tiene el menor reparo en arrebatarles a los gentiles sus ideas para usarlas en su propio provecho, pues los paganos eran sus injustos poseedores. Nos está costando mucho trabajo tomarnos en broma a este señor, que era esencialmente serio y se ocupó de reflexionar sobre la creación, la trascendencia divina, el significado del tiempo y el problema de la existencia del mal, asuntos que no son moco de pavo.

           En cuanto a la creación, Agustín asegura que fue instantánea, como el Nescafé, y que el relato bíblico de los seis días es una alegoría. Dios no iba a perder tanto tiempo haciendo el mundo y a sus moradores. (O, visto de otra forma, si le hubiera dedicado realmente seis días enteros, el universo le habría salido mejor.)

           El modelo del universo —el plano, por así decirlo—, ya estaba pensado de antemano y era inmanente a Dios. La materia la fue creando sobre la marcha, para que no le sobrara demasiada y para evitarse un problema de almacenaje.

           En cuanto al tiempo, no existía antes de la creación, sino que Dios lo crea porque no le queda más remedio. La pregunta: «¿Qué hacía Dios un mes antes de crear el mundo?» por ejemplo, no tiene sentido hacérsela, pues la eternidad de Dios es ajena al tiempo.

           Dios queda definido agustinamente como se dice en la Biblia: «Yo soy el que soy». A él corresponde plenamente la «entidad»: solo el «es» propiamente. Los demás solamente «sub-somos».

           El mal es el no-ser, por tanto, no existe. Con esta simple aseveración, Agustín se quita de encima un problema de aúpa y desdeña olímpicamente las enfermedades, las epidemias y las catástrofes naturales. Otros teólogos de su tiempo intentan refutarle en este punto, aduciendo que la cosa no estaba clara, pero Agustín era mucho Agustín y cuando cogía el báculo y se ponía su gorro en punta, imponía bastante y nadie se atrevía a oponérsele.

           Por último, Agustín se carga de un plumazo la concepción cíclica del tiempo que tanto gustaba a los griegos y plantea un tiempo lineal, con principio y fin y con bancos para sentarse de cuando en cuando. Su obra De civitate Dei [La ciudad de Dios] afirma que la Segunda Venida de Cristo marcará el final del camino, cuando tendrá lugar todo aquello del rechinar de dientes y esas otras perspectivas tan atractivas que se anticipan en el Apocalipsis.

           Su discípulo, Posidonio, recopiló quinientos sermones de su maestro. En 1932, un teólogo alemán se los leyó todos por primera vez y descubrió para su sorpresa que todos eran el mismo discurso. Únicamente variaba la primera frase.

 

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