Los neoplatónicos

 

La filosofía helénica consistió principalmente en leerse a Platón y a Aristóteles sin parar. En concreto, la metafísica, que se había ido de vacaciones por unos años, regresa a tiempo de incorporarse al neoplatonismo. Aquí es donde descolla (o descuella, no estamos seguros de cómo se conjuga este verbo) Plotino (205-270), aparte del cual no hay otros muchos pensadores en quien fijarse. Este filósofo licópolo y amónico (había nacido en Licópolis, en Egipto, y era discípulo de Ammonio de Sacas) recibió el influjo del pensamiento gnóstico, que es esa forma de misticismo liante con mezclilla oriental que nadie ha podido definir satisfactoriamente.

           Nuestro pensador (y el de ustedes) tuvo una vida de extraño ascetismo y misterio. Declaró haber tenido varios éxtasis, aunque luego se descubrió que todo era cosa del hígado. Fue un hombre importantísimo en su tiempo: siempre estaba reunido y no podía atender a nadie ni mucho menos sacar un rato para poner en orden sus papeles, por lo que su discípulo Porfirio fue quien tuvo que recopilar su obra y publicar sus Enéadas, seis grupos de nueve libros (6 x 9 = 54). Su filosofía estuvo en boca durante toda la Edad Media hasta que en el siglo XIII fue superada en influencia por los escritos de Aristóteles, que siempre aparece cuando menos falta hace.

           Plotino fue panteísta hasta el tuétano y dejó parangonado al Uno con el Ser, el Bien, la Divinidad y con cualquier otra cosa que a ustedes se les ocurra. Del Uno surge por emanación todo lo demás. Hay un «alma del mundo», unas almas particulares con la huella de su unidad y luego, al final, viene la materia, que es algo putrefacto, un grado ínfimo del ser, casi un no-ser. Al alma le da asco la materia y quiere librarse de ella cuanto antes, pero recae en ella una y otra vez, en sucesivas encarnaciones, hasta que consigue darle esquinazo de una manera definitiva y se reabsorbe en el Uno primigenio. Esto es consecuencia de que la mente griega padece de horror vacui y es incapaz de concebir la nada y mucho menos de aceptar que de la nada pueda surgir algo («Ex nihilo nihilum»). Si no hay ningún lugar en donde no haya nada, entonces en todas partes hay algo, que es parte del Uno, que lo es Todo. No podemos compartir esta noción griega de la inexistencia de la nada y del vacío, porque seguimos de cerca a los partidos políticos de nuestro país y escuchamos las reflexiones y los discursos de sus líderes.

           El filósofo da gran importancia a la belleza y le gustan más las guapas que las feas. Es también un entusiasta de la Naturaleza, siempre que no llueva.

           Se podrían decir muchas más cosas de Plotino. Por ejemplo: que el hombre está situado en una posición intermedia, por debajo de los dioses y por encima de los animales, y se inclina a unos y a otros, pero, como es lógico, suele caer hacia abajo, pues lo otro sería un imposible físico. Se podrían —repetimos— decir muchas cosas, pero ya están puestas en muchos libros de historia de la filosofía y no tiene sentido que las incluyamos también en un libro de recetas de arroces como este que están ustedes leyendo.

           Para que el sentido patriótico no quede chafado, diremos que también tuvimos un neoplatónico en España: Moderato de Gades (siglo i). La mala noticia es que no dijo nada nuevo, sino que se limitó a repetir como un papagayo lo que habían afirmado los otros neoplatónicos anteriores.

 

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