Contra los libros de texto

 

En el país hay colegios, en los colegios hay asignaturas, en las asignaturas hay libros de texto y en los libros de texto hay errores, muchos errores, graves errores. Generalmente, los padres no se dan cuenta, por lo que no se sienten estafados por el producto que compran. Sí, en cambio, procuran que la bolsa de patatas que se llevan de la tienda no tenga ninguna estropeada y que no se haya pasado la fecha de caducidad del yogur. De suceder esto, la democracia les ha enseñado a devolver el producto en el plazo de quince días, previa presentación del ticket de compra.

Lo que quiero decir ahora es que algunas grandes eminencias académicas que se dedican a la confección de libros de texto también deberían pasar algún tipo de control de calidad, como los salchichones y las butifarras. Para no aburrir abundando en detalles, contaré un caso al azar de los que he hallado en uno de dichos libros (y no muy antiguo). Ustedes juzgarán.

En un texto de Ciencias Sociales de una famosa editorial cuyo nombre misericordiosamente no diré (¿qué más da, verdad, si el monopolio lo tienen dos o tres y todos sabemos a quién nos referimos?) se dice con todo descaro que en el siglo XV el navegante portugués Vasco da Gama rodeó África, doblando el cabo de Buena Esperanza, y llegó al puerto de Calcuta, en la India, hecho éste de inmensa importancia histórica por lo que significó más tarde, patatín, patatán, etc.

Pero resulta que el bueno de Vasco da Gama no llegó a Calcuta ni por el forro. Vamos: de hecho, no se acercó ni un poquito.

Donde llegó Vasco fue a Calicut, otra ciudad también importantísima en la costa india y que, si hemos de creer a sus habitantes, no es la misma que Calcuta. De hecho entre Calicut y Calcuta hay la friolera de dos mil kilómetros de distancia, palmo arriba palmo abajo. Sí, señores: han leído bien: 2.000 kms. Ambas ciudades están bañadas por mares diferentes, sus habitantes son radicalmente diferentes, juegan juegos diferentes, hablan idiomas diferentes y seguramente hasta votan a partidos diferentes. Les aseguro a ustedes que no dan ni remotamente pie a que se les confunda.

Me dirán ustedes: pero acaso esa Calicut es un pueblo pequeño, una aldea de pescadores de nombre parecido que ha podido dar lugar a la confusión... Tampoco vale, porque Calicut tiene unos dos millones de habitantes y era conocida por su comercio de especias en Occidente bastante antes de que se fundasen París, Londres o Quintanar de la Orden.

O sea, que Vasco de Gama sí sabía por dónde iba, a diferencia de los autores del texto en cuestión, que no saben por dónde van.

Pero, no se vayan ustedes, que hay más. La desfachatez es inagotable. El capítulo donde pasa todo esto incluye un mapa, que es mucho más divertido todavía. Como el portugués llegó a la costa occidental de la península india y eso sí es algo sabido, los autores han trasladado la ciudad de Calcuta hasta esa costa y han pintado el puntito de la ciudad en la costa oeste, en un mar distinto, fuera de su sitio, tan ricamente. O sea, que no les hablo meramente de la confusión de un nombre —por grave que ello pudiera ser— sino del traslado de una metrópoli (de ocho millones de habitantes y que fue durante dos siglos la capital del país) dos mil kilómetros hacia el sudoeste. ¡Ahí es nada!

Pero como, a fin de cuentas, no es más que una ciudad del Tercer Mundo, ¿verdá, usté? —se habrán dicho los autores—, ¡qué más da! Si todos sabemos que, además, los niños de hoy en día no estudian nada. ¿Para qué molestarse?

Otra cosa muy distinta sería si el error hubiese ocurrido en Occidente, con dos ciudades de nombre parecido, y se leyesen frases como éstas: «Londres es la capital del Reino Unido de Gran Bretaña y norte de Islandia», «El campeón de liga de este año ha sido el Fútbol Club Badalona», «Miles de turistas en las fallas de Palencia», «El País Vasco comprende las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Alabama» o cosas por el estilo.

¿Y si trasladamos a placer cualquier lugar dos mil kilómetros arriba o abajo? Entonces podría salir lo siguiente: «Los peregrinos se dirigen a Frankfurt para hacer, como cada año, el camino del Rocío», «Los efectivos de la OTAN han bombardeado esta noche la localidad de Talavera de la Reina», «Altos dignatarios han visitado hoy al Presidente de los EE.UU. en la Casa Blanca, Santiago de Cuba», «Con motivo del 7 de julio, festividad de San Fermín, la ciudad de Estocolmo se prepara para su tradicional encierro».

Ameno, ¿no es así?

Señores: hay errores y errores. Y les aseguro que éste que he tomado como botón de muestra no es el único, ni siquiera uno entre pocos. Ahora bien, pasemos a hablar de responsabilidades. La autoría del libro en cuestión corresponde nada menos que a cuatro señores. ¡Vivan los comités! Porque —dicen los anti-individualistas que un hombre trabajando en solitario, puede ayudarse de una botella de anís del Mono y escribir muchas tonterías; pero eso, funcionando en equipo, no sucede. En este caso, ha sucedido. Los nombres de los cuatro tampoco los diré (¡más misericordia!) porque con su vergüenza ya deben de tener bastante. Pero sí mencionaré que son Catedráticos de Historia de una prestigiosa universidad española. ¿Y en qué consiste el ser Catedrático? Se supone que en saber más que los demás. Y sólo a cambio de esto se libran de impartir sus clases (pues siempre les sustituye un adjunto), tienen grandes vacaciones a las que van invitados por otras instituciones (en esto no les sustituye el adjunto), todo el respeto social posible en este país y —aunque ellos puedan decir lo contrario— ventajas fiscales, créanme.

Todo ello para acabar cambiando de sitio ciudades en el mapa.

Coincidirán ustedes conmigo en que lo anteriormente expuesto es lamentable. Y en que hay que hacer algo al respecto. Afortunadamente yo he analizado el problema y creo tener la solución.

Lo primero que salta a la vista es que —pese a lo que pudiera parecer— los autores no deben de tener todas esas ventajas que se les suponen y no ganan bastante para comprarse un atlas. Además, es posible que estos autores de libros de texto cobren tan poco dinero de la editorial que se vean obligados a hacer horas extras de mensajeros o trabajar para Telepizza o el Pollo Veloz, para así poder mantener a sus familias. De seguro viven en condiciones de gran precariedad, rayana en la miseria y, ¡claro!, así ¿quién va a tener tiempo de documentarse para escribir nada? Deben de importarles tres pimientos el de Gama, la Buena Esperanza, Calcuta y su fundador. También creo que las editoriales de libros de texto no deben de cubrir gastos.

Así es que yo decido cortar por lo sano y propongo drásticamente que se suban los precios de los libros de texto (que como todos ustedes no ignoran son ridículamente baratos), para que así las editoriales puedan pagar mejor a estos paupérrimos señores y ellos puedan dejar el pluriempleo y dedicarse a redactar mejores libros para nuestros niños sin que la debilidad causada por el hambre haga que tiemblen sus estilográficas a la hora de redactarlos.

Desde aquí os exhorto, ¡oh, ciudadanos!, a que os manifestéis libremente por las calles y ante las instituciones que corresponda para que se haga justicia a esta sufrida clase social de los autores de libros de texto y para que se subvencione a esas grandes editoriales.

 

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