Un buen ejemplo de que la gente se cree siempre lo que se le dice, si se le repite una y otra vez, lo tenemos en Aristóteles (384-322), el príncipe de los fatuos, que presumía de saber absolutamente de todo y escribió libros y más libros de temas muy diversos, metiendo al universo en compartimentos estancos llamados categorías y metiendo también la pata sobradamente con algunas afirmaciones que luego trasladaremos al lector.
Estuvo en la Academia de Platón, llevando la contraria a su maestro, sin que el otro le pudiera echar, porque habría estado feo. A su muerte, se marchó de allí, pues ya no tenía nadie al que hacer la pascua.
Fue preceptor de Alejandro Magno, que decidió que era mejor huir hacia Oriente que seguir sus clases (lo de conquistar el mundo fue solo un pretexto para que le dejaran largarse). Luego fundó un Liceo patético y peripatético para asegurarse unos ingresos saneados.
¿De qué habló este señor al que la posteridad denominó el Filósofo con mayúsculas y negrita? Pues le gustaba especialmente inventarse pares de opuestos, como sustancia y accidente, materia y forma, potencia y acto, ajo y aceite, etc. En realidad, dijo tantas cosas y tan aburridas que hicieron falta muchos siglos para leérselas todas. En la Edad Media, los hombres se dividían en tres clases: los rubios, los morenos y los comentaristas de Aristóteles. Pero lo único que sacaron en claro todos los que se atrevieron a estudiarle fue que era un prepotente que decía saber más que nadie y que escribió en tono pontificante y asqueroso sobre todos los temas habidos y por haber. Se dice de él que un lunes que tenía poco que hacer escribió siete tratados de Zoología, dos de Física, tres de Lógica, y aún le quedó tiempo antes de la cena para disertar sobre la comedia.
Realmente, todos sus comentaristas se limitaron a traducir sus obras al árabe o a cualquier otra lengua para que fueran luego otros los que se lo estudiaran y bregaran con sus plúmbeas ideas. O sea: que se fueron pasando la pelota hasta llegar a Santo Tomás de Aquino (que estaba tan gordo que no se pudo levantar del sillón a despejar el chut que le iba dirigido, valga el símil futbolístico).
Como se ha escrito tanto de los aciertos de Aristóteles, nosotros hablaremos de sus fiascos.
Aristóteles afirmó que los varones tenían más dientes que las hembras (porque no se molestó en comprobarlo, con lo fácil que le habría sido abrirle la boca a su señora para contarle los dientes), que la función principal del cerebro era el enfriamiento de la sangre, que la inteligencia del hombre residía en su corazón, que las personas que tenían la cabeza grande dormían más que las otras, que los objetos pesados caían más rápidamente que los ligeros y que las distintas especies animales surgieron por generación espontánea.
Estos son patinazos científicos, pero en el terreno de la política no lo hizo mucho mejor y sostuvo tres burradas contundentes: defendió encarnizadamente la esclavitud, afirmó que los griegos eran superiores a los demás pueblos y postuló que las clases trabajadoras no debían en modo alguno participar en el gobierno.
Resumiendo: como todo el mundo le ha venido haciendo caso desde su tiempo, resulta que fue él quien tuvo la culpa de la esclavitud (que aún hoy perdura en variedades laborales y sexuales), del racismo y el nacionalismo (con todas las guerras impulsadas la superioridad racial, o sea: casi todas) y de todas las opresiones sociales debidas a los gobiernos aristocráticos, elitistas y tiránicos desde el siglo III a.C. hasta la fecha. Convendrán con nosotros en que era para darle de bofetadas.
Y,
sin embargo, le veneramos como al sabio más sabio de los que hemos tenido en el
planeta. Así es que nos tenemos merecido lo que nos pase.

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