Elegía a Laika, mártir en el espacio

 


 

La perra que al espacio mandó la Unión Soviética

merece más que nadie una ofrenda poética,

ya que entregó su vida en aras de la ciencia

(aunque murió por una humana incompetencia).

 

Fue el primer ser en órbita; metida en un cohete,

partió el tres de noviembre, en el cincuenta y siete,

vestida de astronauta, en el Sputnik 2.

Jrushchof, con su pañuelo, salió a decirle adiós.

 

Por saberse muy poco de cosas espaciales,

los vuelos tripulados hacíanse esenciales

y para no arriesgar a ningún camarada

si el cohete se daba alguna bofetada,

los rusos decidieron que lo más natural

y cuerdo era mandar primero a un animal.

 

Lo triste del asunto —o así lo creo yo—

es que hicieron mil planes, pero nadie pensó

recuperar la cápsula al final del viaje

con un procedimiento para el amerizaje.

Sabían que el satélite se desintegraría

al entrar en la atmósfera y Laika moriría;

y de aquellos científicos tan sabios y tan brutos

ninguno dedicó ni unos pocos minutos

a pensar en el modo de que la lanzadera

regresara a la Tierra y que Laika viviera.

 

Ya estaba condenada cuando subió a la nave:

fue una mártir prevista. Más lo que no se sabe

es que, aparte de muerte, Laika encontró otra cosa:

tortura innecesaria, debido a la patosa

acción de un ingeniero que hizo mal su trabajo

(cual si lo hubiera hecho sin cobrar y a destajo)

y que instaló un sistema térmico chapucero

que no llegó a durar ni siquiera un día entero.

 

Así, tras pocas horas después del lanzamiento,

abrasada por el sobrecalentamiento,

mientras Rusia brindaba con vodkas y champanes,

la perra emprendió el vuelo al cielo de los canes,

en donde ángeles-perros recibieron a Laika

no con sones de arpa, sino de balalaica,

porque aunque el arpa suena a más cosmopolita,

no hay que olvidar que aquella perra era moscovita

y, además, muy patriota, pues pese a lo sufrido,

no se le oyó emitir de queja ni un ladrido,

pues se sintió orgullosa de estar en el prefacio

de las gestas científicas de Rusia en el espacio.

 

Como Laika, otros perros han ayudado al hombre

para saber del mundo, para ponerle nombre

a sus descubrimientos sobre nuestro universo.

A todos ellos va dedicado este verso.

 

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