La idea era, aunque no lo parezca, descabellada para un autor de renombre. Porque en el género lírico sucede un fenómeno particular: la popularidad de una zarzuela depende casi en su totalidad de la música y, por consiguiente, es el compositor quien se lleva toda la fama. Esto inhibe a los autores de renombre de escribir libretos para musicar. Consecuentemente, los músicos de primer orden colaboran con libretistas de segunda o tercera fila. Así ha sido siempre.
Además, las necesidades musicales y de los cantantes obligan a que se rectifique en innumerables ocasiones una parte substancial del argumento. Los cantantes no saben actuar y el escritor ha de conseguir que los otros comediantes desarrollen enteramente la trama argumental, mientras que los supuestos protagonistas –tenores o barítonos– han de protagonizar efectivamente las obras sin casi decir ni una sola palabra, aparte de sus canciones.
No se le ocultaban todas estas dificultades a Jardiel, pero, de alguna manera, se dejó convencer por todo el cúmulo de posibilidades escénicas que le proporcionaba aquel ambiente tan particular y pintoresco de Monte Carlo, donde se hallaba en aquel momento.
Así es que escribió Carlo Monte en Monte Carlo, un poco impulsado por Jacinto Guerrero (compositor de zarzuelas muy celebradas, como La montería, La rosa del azafrán o El huésped del sevillano), que deseaba desde hacía tiempo colaborar con él. Planearon estrenarla en el Teatro Cómico de Barcelona, donde Guerrero tenía formada compañía.
Allí se dirigió Jardiel con su obra bajo el brazo, llevándose al llegar una impresión penosísima de aquel elenco. Salvo la música, todo era mal gusto, recursos manidos, poca calidad, chistes verdes y escatológicos, chabacanería y chicas todo lo desnudas que se les permitía: un típico planteamiento de revista. El libretista decidió ipso facto no estrenar allí.
Sin embargo, hubo de hacer la lectura a la compañía, pues estaban todos reunidos y no era cosa de defraudarles.
A Jardiel no le gustaba nada hacer lecturas. Iba a ellas con los mismos ánimos con que se puede «...ir al patíbulo, en Burgos, a las seis de la mañana de un día de enero». Según decía siempre, los actores que asistían a una lectura nunca se enteraban de nada. Muchas veces leían prospectos y sólo se interesaban de cuán largo era su papel.
Jamás me he explicado el anhelante deseo de colocarle a otro sus cuartillas, que es común a casi todos los que escriben algo, y que sólo puede justificar la pobre y general vanidad humana, siempre hambrienta de elogios, vengan de quien vengan y aunque estén dictados simplemente por una elemental cortesía. Por mi parte, situado, por desgracia, en esa región emplazada a cien codos sobre la vanidad, y que se llama soberbia, leer mis comedias a cualquiera me violenta lo indecible.
Aburrido y deseando acabar, Jardiel cameleó bastante, leyó algunos fragmentos, se saltó otros y resumió el resto, dando la impresión de que aquello era un churro dialogado. Cuando la lectura finalizó por fin, Guerreo mostró sus dudas sobre la obra:
–Comprenderás que esto no está bien así –le dijo– y que tendrás que hacer algunos cambios, porque claro...
–No hay que cambiar nada, Jacinto. Lo que hay que hacer –afirmó Jardiel, dejando estupefacto a su amigo y colaborador– es estrenar la obra con una compañía de comedia.
Hubo una pausa llena de efecto.
Guerrero no se lo podía creer. Pero su amigo le convenció con algunos argumentos que, más tarde, pondría en boca del presentador de la obra:
Otras ventajas se desprenden de que una compañía de comedias represente una opereta: por ejemplo, la novedad; y el que se oigan y entiendan las letras de los cantables; y el que las escenas habladas tengan su justa ponderación; y el que las muchachas no trabajen mirando a los palcos y el que a los comparsas no se les caiga el bigote en escena.
E inconvenientes, en cambio, no existen en verdad más que uno: que los cantantes no sepan cantar. Pero esto carece de importancia, si se considera, sobre todo, la frecuencia con que esto sucede también en las compañía líricas.
Tras decidir no estrenarla con aquellos cómicos de revista, quedaba la segunda parte: conseguir una compañía de comedia que quisiera cantar.
–¿Me traes comedia nueva? –preguntó Arturo Serrano, en cuanto vio entrar a nuestro hombre en el teatro.
–Sí, pero tiene música.
Esta vez le tocó a Serrano quedarse patidifuso. Pero enseguida se rehízo y le propuso la aventura a Rafael Rivelles, primer actor a la sazón de la compañía titular del Infanta Isabel.
Rivelles, junto con el resto del elenco, se atrevió, y pronto el escenario y los camerinos se llenaron de escalas y de gorgoritos.
Al anunciarse el estreno, la prensa –y el mundillo de la zarzuela sobre todo– no tardaron en ponerle verde. Jardiel no se arredró y justificó su elección con estas palabras:
El intérprete lírico es casi siempre un pésimo actor; no sabe hablar, ni moverse, ni actuar. Influido quizá por lo que le ve hacer al músico, no le da importancia al libro, y sí únicamente a la partitura. Constantemente, y a lo largo de la representación, parece estarle advirtiendo al público: «Esto que ahora digo no es cosa que valga la pena de escucharse; por eso hablo en camelo, en un tono monótono y como con prisa por acabar; lo bueno viene luego, en la romanza; allí sabrán lo que es la obra y quién soy yo.» Pero llega la romanza, y los gritos son tan superiores a la vocalización, que el público se queda definitivamente sin saber lo que es la obra.
En junio de 1939 tuvo lugar la primera representación, que fue un indescriptible éxito de público. No así de crítica, pues muchos dijeron que era una obra divertida, pero superficial e insubstancial.
Casi ningún crítico comprendió que Carlo Monte en Monte Carlo no tenía nada que comprender.
Los actores cantaron estupendamente.
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