A principios de 1929 apareció Amor se escribe sin hache, de la que se hicieron varias ediciones, constituyendo un gran éxito editorial. Lo leían desde los horteras a los filósofos.
El autor, para promocionarse, publicó en Gutiérrez un escrito sobre la opinión que su novela le había producido nada menos que... ¡a don Miguel de Cervantes!
He aquí el texto de la «entrevista»:
Anteanoche, aunque mi propósito era meterme a jugar al marro en el Casino, decidí marcharme a mi casa porque estaba aburridísimo.
Y emprendí el camino del hogar a las dos de la mañana, como se emprende casi siempre la carrera de comercio: sin ilusión.
Al entrar en mi despacho, vi que, sentado encima del tintero, había un fantasma.
Estoy tan harto de ver fantasmas en literatura, que le abordé sin pizca de respeto.
–¿Qué? –gruñí, quitándome los guantes–. ¿Viene usted con el propósito de darme tema para un cuento? Pues no se canse: los cuentos de fantasmas han caído en desuso y no me interesan.
El fantasma me miró con ira, y agitando lo que le quedaba de un brazo mutilado, me lanzó este epíteto:
–¡Sandio!
Cosas ambas por las que comprendí que el fantasma aquel no era otro que el espíritu de D. Miguel de Cervantes Saavedra.
Confieso que me alegré.
–¡Chico; Cervantes! –le dije, rectificando mi actitud y una arruga de la americana–. Me alegro mucho verte. Siempre he tenido el deseo de hacerte varias preguntas. ¿Cuánto tardaste en escribir el Quijote? ¿Pensabas tú que iba a resultar genial? ¿Es cierto que perdiste el brazo en Lepanto o la verdad es que se lo vendiste a unos antropófagos amigos para un banquete de homenaje? ¿Cuánto dejaste a deber en la «Posada de la Sangre»? ¿Qué...?
Cervantes me interrumpió, atizando un puñetazo en la mesa y dejando escapar una palabra fea, pues a consecuencia del puñetazo se clavó en la mano una pluma:
–¡Basta! –gritó–. Me has ofendido gravemente, y más duele la ofensa en el alma que el dolor en el cuerpo.
–Bueno; no me vengas con cervantismo y explícate, Miguel.
Cervantes, bastante irritado por la familiaridad de mi trato, se arrellanó en la escribanía, se acarició la gola y exclamó:
–He leído tu novela.
–¿Amor se escribe sin hache?
–Sipí. (Giro fonético muy usado en el siglo XVI.)
–¿Y qué? Te gusta, ¿verdad? Es enorme de divertida...
–No me ha gustado.
–¿Que no te ha gustado? Bien se ve que, al fin y al cabo, eres compañero en la literatura.
–No me ha gustado y vengo del Otro Mundo sólo para ajustarte cuentas.
–¡A propósito! –exclamé con alegría– ¿Dónde estás enterrado? Porque en la Tierra se ignora: murmuran que en el convento de la calle de Moratín, pero nada se sabe con certeza.
Cervantes sonrió tristemente.
–No estoy enterrado en ningún sitio.
–Pues, ¿qué han hecho con tus huesos?
–Fosfatina. Mi brazo izquierdo, que era el único que quedaba sin pulverizar, se lo tomó anteanoche tu hija.
–¿Mi hija? ¡Qué horror! –gruñí– ¡Entonces es seguro que acabará siendo literata. Bueno, y ¿por qué no te ha gustado Amor se escribe sin hache? –indagué para dejar aquel tema que hacía cisco mis ilusiones paternales.
–En primer lugar, porque en él me tomas el pelo, diciendo que el Quijote es un libro del que todo el mundo habla pero que nadie ha leído
–Y acaso no es verdad?
–¡No; lo ha leído mucha gente!
–Eso dice Rodríguez Marín; pero no hagas caso: es que él es un entusiasta tuyo.
– Además, el episodio del duelo está desaprovechado: podías haber hecho más cosas en él.
–Eso pensé yo, cuando leí tu Quijote, con el episodio de Sancho en el banquete de los Duques: que allí había tema para escribir unas páginas divertidísimas.
–¿Pero no decías antes que no hablas leído mi Quijote?
–Es que lo he oído por la Radio.
–Además, en tu libro hay capítulos un poco fuertes.
–Es que soy un escritor que huye de tener debilidades.
–Y tu literatura es una literatura para las grandes masas.
–Para las grandes masas encefálicas, tienes razón.
–Esa frase no es tuya. Es una frase antigua.
–No tendrás la pretensión de que a ti, que eres de hace cuatro siglos, te hable con frases nuevas...
–¡Sandio! –volvió a gritar Cervantes.
Le vi tan incomodado que me dio miedo la idea de que alguien se enterase de las burlas que le había dirigido a don Miguel, y le dije al fantasma:
–Anda, bájate de la escribanía, que nos van a hacer una foto para Gutiérrez.
Entonces Cervantes volvió a sonreír con excelente alegría; se bajó al suelo de un salto y se apoyó en mi hombro, satisfecho.
Y es que no hay un literato que no se rinda ante la idea de verse retratado en un periódico.
La última frase de Cervantes fue pronunciada ya delante del objetivo.
–¡Si vieras –me dijo– las ganas que tengo de que me hagan una interviú para Estampa!
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