Tremebunda crónica de un incendio quemante en el cine «El trópico», durante la película Nerón y su lira
Para que no faltase de nada, mientras se mostraban en la pantalla las llamas subiendo por las colinas de Roma, se prendió fuego también el cine.
¿Cuál fue la causa? Creemos que el incendio pudo ocasionarse:
1.— O bien por ósmosis con la pantalla;
2.— O bien porque un espectador, para buscar una moneda de veinte céntimos de euro que se le había caído debajo de la butaca, encendió un fósforo demasiado cerca del polyester de la camisa del de delante.
El fuego creció, como si hubiese tomado un complejo vitamínico, no porque en el interior de la sala hubiese material combustible, que —aparte de la alfombra y el algodón y la madera de los asientos— no lo había, sino debido al incentivo que le proporcionaban los inspirados versos que se oían por los altavoces. En medio de la confusión y el gritería imaginables, el César seguía recitando su Oda al fuego en los tejados como si tal cosa y su voz se convirtió en la música de fondo del siniestro.
Fuera del local, muy poca gente se enteró al principio de lo sucedido. Claro es que se oían voces que decían «¡Fuego! ¡Fuego!», pero todos creían que eran de la película.
Pronto se vio que las precauciones que se habían tomado eran algo inútiles. No había que preocuparse, se habían dicho los del público entre sí, mientras se pisoteaban unos a otros, huyendo despavoridos de acá para allá. Aquel cine estaba hecho a prueba de fuego (lo que sólo quería decir que, si se quemaba, no había peligro de que se hundiera, pues la estructura era de sólido hierro... como un horno cualquiera).
Estaba el local, además, asegurado de incendios, lo que era un verdadero alivio para el dueño, que se estaba quemando allí también. Un espectador que, pese a haber perdido la cartera, había conseguido conservar la serenidad, hizo sonar la alarma, lo que sólo sirvió para que se pusieran a salvo las gentes de las casas de alrededor del cine. Otro quiso hacer funcionar el extintor de incendios pero, para que no se lo llevaran, los del cine lo habían cerrado en una vitrina con candado y no se sabía quién tenía la llave.
Tras preguntar a varios empleados del cine que se quemaban por allí, el hombre desistió de su propósito.
La gente se dirigió hacia la salida de incendios, pero sólo había una salida y mil personas, lo que resultaba algo desproporcionado. Además, en dicha puerta se amontonaban ya cantidades ingentes de cadáveres que no acababan de salir.
Las llamas subían ya hasta el techo, lo que no era de extrañar, pues ya se sabe que la llamas tienen la capacidad de subir a grandes alturas por lo que se las utiliza con preferencia a otros animales.
El fuego arreciaba y hasta el mismo Nerón de la pantalla quedó algo chamuscado.
Por fin llegó un parque (móvil) y los bomberos pensaron con lógica que si no salía primero toda la gente que estaba en el interior del edificio, no iban a caber ellos, así que se quedaron en la puerta, limitándose a echar agua con una manguera hacia las llamas que se divisaban por un agujero de la pared y que, ¡oh, desdicha!, era sólo las de la pantalla.
El local ardía por dentro. La gente se abrasaba con el calor de «El Trópico», muriendo a granel. Varios espontáneos aflamencados cantaron un «¡Ay, pena, penita, pena!» que todos aplaudieron durante dos minutos, dejando de quemarse mientras tanto ex profeso para hacerlo. Todos los del público buscaban iracundos al dueño del cine que había desaparecido entre las llamas haciéndose, literalmente, humo. Todos estaban enfadados con los bomberos que no acababan de entrar y echaban fuego por los ojos, por las orejas, por todas partes.
Cuando, al poco rato, no quedó ya nada que quemar, el fuego, aburrido, se apagó. El cine ya era un cine mudo, pues no hablaba nadie. Sólo dos espectadores se salvaron de la quema por el simple procedimiento de mantenerse alejados de las llamas. Habían permanecido sentados, contemplando a las víctimas: mujeres cuyos aceites habían hecho de sus rostros una fritura y maridos que despedían un asqueroso olor a cuerno quemado.
Considerando a la multitud chamuscada, hemos pensado en la aplicación masiva y controlada de lo sucedido como medio de resolver los dos problemas principales del mundo moderno: el problema de la superpoblación y el problema del combustible.
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