Campoamor: el humor sin gracia

 

 

El poeta de los dos campos, Ramón de Campoamor y Campoosorio, provenía, ¡claro!, de una familia de terratenientes. Tuvo el acierto de nacer en 1817 y cometió la torpeza de morirse en 1901.

Nuestro hombre quiso ser jesuita en su juventud, lo que explica muchas cosas. Estudió Medicina un rato, pero pronto lo dejó. Su gran amor por la literatura le llevó a ser gobernador civil de Alicante y de otros sitios de veraneo. Su carrera política fue brillante: fue consejero de estado, subsecretario, diputado a Cortes, senador y reumático.

En 1861 sus escritos le llevaron a la Academia y le dejaron en la puerta.

Compuso su obra literaria rodeado de gloria popular y envuelto en una faja que le mejoraba mucho el tipo.

Tituló uno de sus libros Ternezas y flores, demostrando así ser más cursi que un trombón con lazo. (Por si alguien duda de esta aseveración, diremos que su segundo libro se llamaba Ayes del alma.)

 Imitó a Lamartine en sus temas y a Victor Hugo en su forma de anudarse la chalina.

Su estilo puede resumirse de manera admirablemente precisa en dos palabras: tono llorón.

Se dudó en su día en clasificarlo como poeta-filósofo o filósofo-poeta. En la actualidad se debate entre pedante-pelmazo o pelmazo-pedante.

Dicen que fue el enterrador de todo lo malo del romanticismo, pero no hay que hacer caso de habladurías.

Sin embargo, la crítica le amó. Leopoldo Alas «Clarín» dijo una vez que Campoamor era «nuestro mejor poeta» y se quedó tan pancho.

A «Azorín» le gustaba mucho Campoamor, lo que no hace sino refrendar nuestra opinión de que sus poemas prosaicos y moralejantes, cargados de filosofía para porteras, no valen un pimiento de esos verdes.

Nos alegra observar que en las principales antologías de poetas del xix Campoamor no figura en absoluto.

Pese a lo antedicho, Campoamor obtuvo gran fama mediante un bien meditado ardid: practicaba todos los días, de 5 a 6, la redacción de pequeños poemas tomados de aquí y de allá para luego «improvisar» en los saraos y escribírselos en los abanicos a las señoras que se los pedían, mientras se tomaban una copa de ponche. Y cuando las señoras de la buena sociedad empezaron a hablar bien de él, sus maridos no se atrevieron a contradecirlas, produciéndose así la escalada social de don Ramón. Recuérdese que en su tiempo se le llegó a considerar un poeta muy superior a Zorrilla, lo que es una injusticia mayor que la Ley Hipotecaria.

Campoamor se dijo inventor de un género nuevo, al que llamó humorada. «La humorada debe ser corta», sentenció. Estamos perfectamente de acuerdo. Cuando tenemos que leer algo de Campoamor, queremos que sea lo más corto posible.

Y zambulléndonos de pleno en el asunto: ¿tienen la más mínima gracia las humoradas de Campoamor? La respuesta es no, se pongan los críticos como se pongan.

          ¿Por qué lo hizo el bueno de don Ramón? Por ese afán español de ser más que el vecino, de inventar algo perdurable. No fue él sólo. Unamuno declaró que lo que él escribía no eran novelas, sino nivolas. Valle-Inclán quiso redenominar al género grotesco como esperpento. No faltó quien, en lugar de sonetos, dijo escribir sonites (Manuel Machado). Las greguerías no son sino metáforas más o menos superrealistas. En fin, vanitas vanitatis.

          (Porque a lo que se puede aspirar es a escribir algún buen párrafo que otro. Inventar géneros no está al alcance de todos, por más que se empeñen estos autores de teatro moderno que rellenan sus obras con proyecciones en Power Point o fuegos artificiales.)

          Volviendo a Campoamor, ya que estamos, puede que sus doloras sí pudieran considerarse como un subgénero medianamente identificable y distinto. Las más famosas son El gaitero de Gijón y esa otra en donde se mostró inesperadamente sincero y que se titula ¡Quién supiera escribir!

          Él mismo definió sus géneros. Citamos textualmente: «¿Qué es humorada? Un rasgo intencionado. ¿Y dolora? Una humorada convertida en drama.» ¡Qué definición más inane! ¡Un rasgo intencionado! Un rasgo ¿de qué? ¿Y con qué intención? Esta frase no nos dice nada en absoluto.

          Ejemplo de humorada:

 Las hijas de las madres que amé tanto

me miran hoy como se mira a un santo.

 ¿Les ha hecho reír? ¿A que no? Pues eso.

          ¿A qué conclusión llegamos después de todas estas disquisiciones divagantes? A que Campoamor sí inventó algo después de todo; inventó el humor sin pizca de gracia.

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