Cómo salir en los medios sin hacerse famosos

 



 

Hablaré primero de la televisión y contaré mis experiencias en medio de ese medio.

          Lo de no hacerse famoso me ha pasado a mí, que he aparecido en cantidad de programas y no me conoce ni Dios.

          Lo primero, una pregunta: ¿cómo puedes aparecer frecuentemente en la «tele» y que no te vea nadie?

          Es fácil: haciendo como yo, que sólo salgo en programas culturales y literarios. Ya he hecho muchos, principalmente en La 2 y, por lo general, hablando de temas relacionados con filosofías y literaturas orientales. El programa se llamaba, muy acertadamente, «La aventura del saber», porque en este país, molestarse en querer saber algo es ciertamente una aventura, reservada sólo a los más osados. Estos programas los ven todos aquellos que, estando ya despiertos los sábados a las ocho de la mañana, ni se bañan, ni desayunan ni tienen ninguna otra cosa mejor que hacer a esa hora.

          También he asomado la gaita en otros programas: tertulias literarias y cosas así, en canales de madrugada, claro está.

Hay que tener cuidado con el canal en el que sales. A veces me sucede que hago un programa para una productora rara. Les preguntas: «¿Por qué canal se emitirá?» Y te dan explicaciones confusas. No es para TVE. Ni para Tele 5, ni Antena 3, ni la Cuatro, ni la Sexta. ¿Entonces, para dónde diantres? Pero te aseguran que tienen mucha audiencia mundial, aunque algo desperdigada. Tú te olvidas del programa y, meses después, a las tres y cuarto de la madrugada, te llama por teléfono un amigo del colegio al que no veías desde hacía veinticinco años y te dice: «¡Te estoy viendo! ¡Estás saliendo ahora mismo en Tele Huesca!»

          Podría citar (y cito) varias curiosidades que me han llamado la atención sobre las interioridades de este medio.

          Por ejemplo: todos los técnicos son jovencísimos. Evidentemente contratan a los que dejan la carrera de Comunicación Audiovisual tras suspender el primer año. Porque son tan jóvenes que es obvio que no han tenido tiempo de estar los años suficientes como para acabar los estudios.

          Hay muchos realizadores argentinos. No es que yo objete a esto, entiéndanme; a mí me parece muy bien. Pero los hay. O, si no son argentinos, hablan con acento argentino, quizá para demostrar algo.

          Las cámaras tienen una cualidad mágica: mejoran y empeoran lo que enfocan a voluntad de los que las manejan. Así, los actores y actrices que parecen tan guapos en el cine, en la televisión tienen una piel asquerosa: llena de granos, de surcos, de arrugas. Sin embargo, los decorados que vemos en la pequeña pantalla nos parecen nuevos y flamantes, pero cuando los contemplas de cerca te das cuenta de que están hechos un asco: rotos y desvencijados. Pero luego, en la cámara dan muy bien. (La explicación de esto es que los decorados son suyos y quieren que luzcan. Mientras que los actores suelen pecar de divismo y los de la «tele» se vengan así de ellos.)

          Allí, la gente más simpática, con diferencia, son las maquilladoras. Guapas y amables siempre. La única duda que te plantean es por qué las esponjitas que usan son indefectiblemente triangulares, como cuñas. ¿Por qué no redondas o con forma de paralelepípedo? Es un misterio del cosmos. Como fuere, desde aquí un beso muy fuerte para todo el gremio.

          El minutaje está controladísimo. «A ver: explique usted, mirando a cámara, seis sistemas filosóficos en ocho minutos justos. Tenga en cuenta que, si se pasa de tiempo, cortaremos las frases que nos parezcan más adecuadas, sin pensárnoslo demasiado. Luego, si el resultado es incoherente, no se queje.»

          A los que mandan y organizan en televisión les gustan todos los anglicismos menos uno: catering. Ése no lo conocen. Muchas veces no te ofrecen ni agua y, como no tienes tiempo de buscar la cafetería, bebes directamente a chorro en el lavabo.

          No te puedes llevar nada a la «tele», objetos, libros... nada. ¿Que por qué? Porque desaparece rápidamente. Por ello, en los platós no hay absolutamente nada, salvo mucho cartón. Cartones enteros sacados de cajas de leche Puleva en tetrabrick, que se emplean para recortar las luces de los focos. (Sé que no me creerán, pero esto a veces es así.)

          Los programas culturales hay que hacerlos gratis o casi. Se supone que cualquier hijo de vecino está deseando aprender mucho en esta vida para dominar un tema, para de esta manera, un buen día, preparárselo, ensayar, ir a la peluquería, pedir un día libre en el trabajo, madrugar, bañarse, vestirse, desplazarse, esperar, maquillarse, esperar de nuevo, grabar un programa e irse a su casa sin cobrar un duro y, además, quedarles agradecido por haberle dejado estar allí.

          Quizá no se crean tampoco esto, pero hay programas para los que sólo se cuenta con una cámara. O sea, que si el formato tiene presentador e invitado sentados ante una mesa y charlando, primero se graban todas las preguntas de uno y luego, con la misma cámara puesta en otro sitio, todas las respuestas del otro. Se podría decir que es esto algo tercermundista, si no fuera porque en el Tercer Mundo hace tiempo que no ocurre. Luego, sucede lo que sucede: «¿Cómo se llama usted?», pregunta uno. «Por mi reloj ya son la siete y media pasadas», responde el otro (y es que se han equivocado en la sala de montaje al intercalar las tomas).

          Puede que si leen este escrito no me vuelvan a llamar nunca de televisión. Pero, para lo que se saca en limpio...

          No debería decir esto, pues mermará del todo y para siempre mi prestigio, pero lo máximo que me han pagado nunca en televisión por intervenir en un programa cultural han sido 17.000 pesetas de las de antes (no digo la cantidad en euros, porque es todavía más ridícula).

          Lo que pienso hacer la próxima vez que vaya es, a la salida, rebuscar bien dentro de las basuras que hay allí, junto a los estudios, porque me han dicho que, si tienes suerte, te puedes encontrar chaquetas maravillosas y carísimas, de las que les compran semanalmente a los presentadores y que, como sólo se las ponen una vez antes de tirarlas, están como nuevas.

          Pero no voy a quejarme únicamente de la televisión y de lo mal que ésta trata a muchos de los que les proporcionamos contenidos para llenar minutos.

          La radio es peor.

          Si en la «tele» pagan poco, en la radio no pagan nada.

          Me llama alguien con amabilidad extrema y me dice:

          —¡Buenos días! ¿Don Enrique Jardiel?

          Contesto:

          —Sí, bueno..., yo no soy ése exactamente, pero supongo que sí, que es conmigo con quien quiere usted hablar.

          —Mucho gusto. Soy... —y dice un nombre que no se entiende—. Le llamo para el programa... —y tampoco se entiende a qué programa se refiere. Y es que, pese a ser gentes de radio, no saben pronunciar bien, lo que es una vergüenza; pero creen que su programa es tan mundialmente famoso que con sólo emitir un sonido aproximado ya sabrás de qué programa se trata. Vamos, ¡no te dicen ni la emisora! Y a ti, ¡claro!, te da vergüenza preguntar, no vaya a ser que se note que no tienes ni idea de algo tan básico.

          —Queremos que entrevistarle a usted tal día, con referencia a tal tema.

          —Muy bien. ¿A dónde debo acudir?

          —No. Haremos la grabación por teléfono. Le entrevistará Fulanito en persona.

          Y al decir «Fulanito» su voz adquiere un tono de máximo respeto que indica dos cosas: 1) Fulanito es su jefe directo; y 2) a su modo de ver, Fulanito es lo mejor que le ha pasado al planeta desde que se inventaron los pimientos fritos. Y tú debes quedar impresionado.

          Como yo no suelo saber quién es el tal Fulanito, no me impresiono lo más mínimo ni emito ningún sonido admirativo.

          (Esto de las entrevistas por teléfono les ahorra un buen dinero en transportes. En la «tele», por lo menos, a veces te ponen un taxi.)

          Llega el día y el momento. Te llama alguien y te dice que estés preparado, que pronto te conectarán en directo con el tal Fulanito.

          Por fin sales en antena. Te presentan mal:

          —Tenemos con nosotros a don Enrique Gallo Poncela, sobrino del escritor Jardiel Poncela, que nos hablará de...

          ¿Qué haces en esa situación, en directo? ¿Cómo corregir al tipo, diciéndole que ni soy Gallo, ni Poncela, ni sobrino, sino nieto? Me callo y hago como que no he oído la presentación.

          A partir de ahí, resulta obvio que no han hecho los deberes. O a lo mejor sí: a lo mejor alguien de la sección de Documentación se ha tomado mucho trabajo, ha reunido información sobre el tema y se la ha facilitado al gran Fulanito. Pero el gran Fulanito es demasiado importante para tener tiempo —o ganas— de leer lo que el pringado de Documentación le presenta. Por ello, las preguntas que te hace son estúpidas (y, por ende, muchas veces te hace quedar como un estúpido a ti).

          Te cortan continuamente y no te dejan acabar las respuestas de manera coherente. (Te cortan en directo para no tener luego que editar el programa, si les sale largo. Así, tienen menos trabajo.)

          Y, al cabo de un rato, se acaba la cosa sin que se trate jamás el tema propuesto de manera adecuada. La sensación que te queda es de superficialidad, de futilidad, de ineficacia, de falta de propósito.

          Se despiden de ti en antena y te cortan. Tú esperas que te pasen entonces con alguien que te diga cómo ha ido el programa, si era lo que ellos querían, cuándo lo emitirán si no era en directo, que te dé las gracias, que te proporcione un teléfono de contacto, que se despida de ti... Nada de todo eso. Te cuelgan directamente y, si te he oído, no me acuerdo.

          De las cinco o seis docenas de programas radiofónicos que he hecho en mi vida, ninguna emisora me ha mandado nunca, jamás, cinta alguna. Conservo —como recuerdo y referencia— grabaciones de programas de televisión; pero de radio, ni una sola, por más que las he pedido.

          Al final va a resultar que la televisión no es tan mala.

 



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