Vademécum del oficinista eficaz

 

           ¿Quién no ha soñado con un genio de la lámpara que esté a nuestras órdenes y trabaje por nosotros? Yo, desde luego que sí he soñado con el tal fulano. Pero para rendir más con menos esfuerzo no hay fórmulas mágicas. He probado todas las que vienen en los libros esotéricos y he convertido a algunos animalitos en objetos curiosos, pero no he conseguido liberarme del trabajo.

Además, el mundo laboral nos exige cada día más en rendimiento y calidad, bajo la solapada amenaza de prescindir de nosotros si no les damos a los empresarios más plaquetas de nuestras venas a cambio de su dinero. Así es que no sólo tenemos que realizar nuestros cometidos y los de los compañeros a los que han puesto recientemente de patitas en la calle, sino que lo hemos de hacer muy eficazmente y que, encima, se note.

          He aquí algunas buenas prácticas que nos pueden ayudar.

 

Planificación

Está comprobado que un plan diario mejora el rendimiento. Si somos carteros y repartimos el correo por el orden alfabético de las calles, probablemente caminaremos más. O, si no tenemos planificación en absoluto y tendemos a hacer lo que nos es más agradable o más fácil (como quemar las cartas en una papelera para no tener que repartirlas), eso no siempre será lo mejor de cara a un ascenso. Por ello nos conviene tener una lista de las actividades cuya demora en su realización sea causa innegable de despido y asignarles importancia y prioridad, así como indicar la fecha en que deberían estar acabadas. A medida que las vayamos completando, debemos tacharlas de la lista, pero no borrarlas por completo, para poder saber luego lo que hicimos y cuándo, así como dónde tiramos la basura. Esta precaución es especialmente necesaria si manejamos residuos radioactivos o libros de Saramago.

Empecemos siempre por las tareas más urgentes e importantes y acostumbrémonos a que nuestro estado de ánimo o preferencias no nos impulsen a trabajar en algo accesorio, como la comprobación de que el Tetrix o el Candy Crush siguen en su sitio.

         

Conversaciones telefónicas

Al hablar por teléfono hay que procurar que nadie escuche lo que decimos, por si se descubre que no era un tema laboral. O bien podemos establecer un lenguaje en clave, si hablamos con nuestros familiares. Por ejemplo, en dicha clave, la frase «Señor Rodríguez, no tramite el expediente hasta que compruebe que le ha llegado la notificación pertinente» puede servir para decirle a nuestra hija que está en casa ayudándonos con las labores del hogar: «Yolanda, no eches los pimientos a la olla hasta que él guiso no lleve un rato cociendo.»

Otra regla es que siempre hay que otorgar prioridad a la persona que tiene una cita o a la que estamos atendiendo que a cualquier llamada entrante. De esta manera obtendremos dos ventajas: daremos la impresión de ser muy profesionales y nos evitaremos tener que hablar con quien sea que nos llame, que de seguro será un pesado. Tampoco es conveniente telefonear inmediatamente cuando tenemos que preguntar algo. La mayor parte de los problemas y dudas que surgen en la oficina desaparecen por sí mismos si dejamos de ocuparnos de ellos durante un período de, digamos, tres meses. Así es que no hay que apresurarse a llamar a nadie. Por supuesto, debemos apagar el móvil en reuniones, pues si suena en medio de una, todos mirarán en nuestra dirección y es posible que se den cuenta de que estábamos dormitando. Tampoco es útil que suene mientras hacemos cuentas, crucigramas o alguna otra actividad que precise gran concentración.

 

Correo electrónico

Si estamos recibiendo y leyendo constantemente mensajes de algún líder africano en el exilio pidiéndonos que le dejemos usar nuestra cuenta bancaria para sacar una pila de dólares de su país a cambio de una gratificación multimillonaria, nuestra capacidad de trabajo se reducirá considerablemente. Así que no conviene tener avisadores de llegada de correos.

Muchos mensajes nos los mandarán a primera hora de la mañana o última de la tarde; éstos no se deben leer bajo ningún concepto. Los que nos mandan mensajes a primera hora son, obviamente, adictos al trabajo que quieren que nosotros trabajemos tanto como ellos, lo que no nos conviene nada. Los que los escriben a última hora son vagos olvidadizos y no vamos nosotros a meternos prisa por compensar un retraso que se debe a la pereza de otros. Así es que tales correos es mejor ignorarlos por completo.

No leamos tampoco mensajes antes de las reuniones: puede que sea una broma divertida de algún amigo y nos riamos luego sin querer en las barbas del jefe recordando el contenido del mensaje. O, como mínimo, nos desconcentrarán y nos harán llegar tarde.

 

Reuniones

Hay que evitarlas, siempre que se pueda. Muchas de ellas sólo sirven para compartir información que podría difundirse por otro medio y para que justifiquen su sueldo personas que no hacen otra cosa que reunirse aunque no haga falta. Si nos vemos obligados a asistir es mejor que seamos el moderador (para asegurarnos de que acabamos antes) o el que toma nota de las decisiones (para poder olvidarnos de apuntar aquellas decisiones que redunden en más trabajo posterior para nosotros). Pero, generalmente, las reuniones acaban en pérdida de tiempo, así es que conviene planificarlas de antemano para poder dosificar sabiamente nuestros moscosos y nuestras gripes.

 

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