Carta al lector

       


  
Si las televisiones hacen resúmenes de cómo les ha ido el año, no sé por qué yo no voy a poder hacer otro tanto, sea el mes que sea.

          No voy a llamar a esta entrada «Carta abierta al lector», como suele hacerse; sería una estupidez mandar una carta cerrada. Además, aquí todo está abierto al lector y lo seguirá estando hasta el día en que me decida a escribir en cifra para que mis sempiternos enemigos —los tontos— no entiendan mis mensajes.

          Lo que pretendo es informarles sobre mi satisfacción por esta idea de las redes sociales. Es bonito nanopublicar (¿se dice así?), pero lo es más la asiduidad y fidelidad de los lectores, por lo que mando desde aquí un abrazo muy fuerte a cada lector (y a las lectoras, dos abrazos y de mayor duración).

          Hasta hace relativamente pocos tiempo, un escritor podía hacer una obra de mérito y tardar meses, quizá años, en recibir —si la recibía— una carta de un admirador diciendo que le había gustado su obra. Generalmente esto no pasaba, salvo en contadísimas excepciones. Ahora, puedes escribir una insignificancia y recibir de inmediato un inmerecido elogio desde cualquier parte del mundo conocido, Paraguay inclusive. (O puedes hacer algo genial y recibir comentarios del jaez de «Gallud: ¡eres un cretino!»)

          Lo que importa aquí es la interacción; y como ese terreno no es mi fuerte, quiero incluir aquí una disculpa.

          Porque yo escribo por el placer de escribir; siempre lo he hecho así. Y he publicado muchos libros de los que no he vuelto a saber nada, (salvo en derechos de autor, pero no sobre su impacto real sobre los lectores). Esta red y otras  parecidas, sin embargo, son fuente inagotable de placer para mí gracias a la constancia y la inteligencia de sus visitantes.

          Resulta tremendamente halagador pensar que hay unos cientos de personas por el mundo que prácticamente todos los días detienen cinco minutos su vida, sus actividades, sus intereses personales urgentes e intransferibles para entrar en las redes o en mi blog o mi página personal y decirse: «¡Hombre! ¡Vamos a ver qué ha hecho Gallud hoy!» Los lectores son amigos sin rostro. Y yo parezco tener muchos amigos de esos.

          Pero toda esa gente merece de sobra una reciprocidad que no siempre obtiene de mí. No entro en sus páginas tanto como quisiera; no contesto siempre a sus comentarios, como debería hacer.

          El motivo es que estoy atrapado en mis propias redes, en el carácter diario de publicación que yo mismo me impongo. Sigo pensando que es lo óptimo, por varias razones. En primer lugar, supone un reto para mí: la imperiosidad de escribir siempre, llueva o truene (generalmente dos, tres o cuatro entradas de un tirón, con objeto de tener stock para aquellos días en que mis funciones teatrales me obligan a desaparecer totalmente de mi domicilio). Este escribir diariamente (o recuperar antiguos escritos), como es lógico, me quita tiempo para leer muchos textos de otros. Porque una entrada en FB o donde sea, por mala que sea, hay que escribirla. (Y, ¡cosa sorprendente!, parece que las entradas malas te cuestan más tiempo).

          En segundo lugar, opino que el lector agradece la regularidad. Porque si entras en una página de tu agrado y te encuentras la misma entrada que hace tres meses, generalmente te haces el propósito de tardar tú también tres meses en volver a entrar.

          Si no contesto a muchos comentarios es porque estoy plenamente de acuerdo con ellos y no hallo nada que puntualizar. En cuanto a los comentarios elogiosos, mi timidez me impide regodearme «en directo», aunque el tono de alguno de mis escritos sea de suficiencia, lo cual no es sino un recurso literario eficaz aprendido del maestro Asimov.

          Si no entro en muchas páginas valiosísimas es —repito— por falta de tiempo.

          Para mantener la regularidad escribo —aparte de en mi casa, claro está— en la universidad entre clases, en el transporte público y en casa de amigos. Me invitan a pasar el día o a comer cocido y allá me voy yo con mis cuartillas. Mis verdaderos amigos no consideran grosería por mi parte que, cuando están todos tomando café, yo me retraiga a un rincón a pergeñar cosas. (Y si alguno se ofende, si alguno no puede entender lo importante que puede ser el arte, por más que modesto, en la vida de un hombre, a ese alguno pueden darle morcilla, por lo que a mí respecta.)

          Algún otro día, si me da por ahí —que me dará— contaré detalles del proceso de gestación y elaboración de las insignes majaderías que integran mi blog «Humoradas», que no ha variado ni un ápice de sus parámetros fundacionales, pues el humor sigue siendo mi única patria.

         

       

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