Reflexiones inconexas sobre varios temas traídos
por los pelos, como la manera de vender bien un best-seller, los esnobismos en torno a los libros y los
criterios editoriales para publicar o no un libro que se les ofrece
Cuando alguien como Ken Follet (o el grupo de escritores
anónimos míseramente pagados que escribe conjuntamente bajo la denominación
social «Ken Follet») confecciona un nuevo libro, se le suele definir como best-seller o superventas antes de que
empiece a venderse (incongruencia muy común en marketing y que pondremos aquí bajo la lupa de nuestra perspicacia,
a ver si acabamos de enterarnos de una vez de cómo funciona todo el proceso).
Definir un libro como superventas antes de que empiece a
venderse es éticamente igual a hacer la crítica del mismo antes de haberlo
leído, costumbre muy común, por otra parte.
Pero la aparición de un libro de esta índole resulta ser
noticia en los telediarios. Todas las cadenas muestran imágenes del empaquetado
y traslado de los 525.000 ejemplares tirados, en cajas de cartón, para
servírselos calentitos al lector ávido. Vimos apilados volúmenes y volúmenes y volúmenes.
¿Cuánto cuesta una cuña publicitaria de este tipo en medio
del telediario, así camuflado como noticia? Porque eso es lo que es: publicidad
de lo más efectiva. Al parecer es noticia
que se publique ese libro y no es
noticia que se publiquen otros.
Claro que ese se iba a vender mucho. Otra cosa es que las
editoriales, al igual que pagan a las televisiones, alquilan metros cúbicos de
universo junto a las secciones de frutas y verduras de los hipermercados para
que tal libro se venda. Y el incauto ciudadano que ve tantos ejemplares se
dice: «Este libro se vende como churros. Será, por lo tanto, estupendo. ¡Yo
también me lo voy a comprar!» Así es que lo que era mentira (su condición de
libro que se vende como churros) se convierte en verdad en unos pocos días.
Algunos lectores podrán pensar que al escribir esto me
mueve la envidia. (Y tendrán toda la razón al pensar así, puesto que mis libros
no se venden por cientos de miles ni salen en las noticias de la «tele».
Tampoco tengo dinero suficiente para alquilar metros cúbicos de escaparates.)
Pero, aparte de mi reconocida envidia, lo que subyace es el
tremendo poder de las cadenas televisivas. Hacen un gran éxito de esas novelas,
independientemente de que sean buena o malas o todo lo contrario. Da igual. Nos
creemos todo lo que por la televisión se nos dice.
—INCISO SUBVERSIVO—
Visto lo antedicho, os exhorto, ¡oh, caros lectores!, a que si
pensabais regalar un libro de esas características para Reyes o para algún
cumpleaños, no lo hagáis. Consideradlo un gesto de desobediencia civil contra
todos aquellos que, no contentos con mandar en nuestros trabajos y nuestros
bolsillos, quieren mandar también en nuestras mentes y nuestros ocios,
privándonos solapadamente del derecho y el placer de elegir. Es más: si alguien
os lo regala a vosotros, dadle las gracias primero y luego dedicad un rato a
convencerle de que es un alienado de campeonato, aunque sea amigo o pariente y
os duela hacerlo. Hay que rebelarse (aunque solo sea poquito) contra los
vampiros de la voluntad.
—FIN DEL INCISO SUBVERSIVO—
Continuamos.
Vivimos en el tiempo de los libros malos, de un sinnúmero
de publicaciones insípidas y guiadas. Con lo de guiadas me refiero a la
proliferación de libros de un mismo tema que surgen cuando las editoriales se
enteran de que un subgénero le gusta a la gente y fuerzan las compras de un
sinfín de sucedáneos apresuradamente escritos del mismo producto.
El libro es hoy por hoy y principalmente objeto de regalo.
Es frecuente recibir uno por tu cumpleaños o el Día del Padre o de la Madre. La
probabilidad de que ese libro te interese es bajísima, debido a varias
circunstancias: el que te lo compra, generalmente no lo ha leído, solo lo ha
hojeado por encima o se ha dejado engatusar por el nombre de un autor que le
suena (aunque no sepa de qué le suena). Las estadísticas confirman que casi
nadie compra clásicos: está mal visto; porque regalarle un clásico a alguien es
como decirle que nos consta que no lo ha leído. Por eso se regalan libros
modernos, recién aparecidos, cuya calidad no le consta a nadie.
El libro funciona como elemento de esnobismo: se leen
aquellos que se nos dice que se deben leer. Los medios de comunicación,
dirigidos por quien los dirigen e intencionados con sus intenciones, deciden
qué es lo mejor para nosotros, algo así como si las sociedades gastronómicas
decidieran qué debemos cocinar en nuestras casas. Nadie se atreve a ir contra
las opiniones de los expertos de los suplementos «culturales» y se leen libros
abyectos para tener un asunto de conversación en el círculo de cada uno. ¿No
has leído a Fulanito? Cuando un título adquiere fama por alguna razón, se
produce el efecto «bola de nieve», convirtiéndose en un fenómeno digno de
estudio sociológico. Se produce así la sobrevalorización generalizada de libros
mediocres.
Por ello, la única solución que se me ocurre es que
desarrollemos el arte de no leer best-sellers, libros de actualidad
política, biografías de próceres o recopilaciones de artículos de
propagandistas. Seamos más selectivos a la hora de comprar y no perdamos el
tiempo, que «la vida es corta y las fuerzas limitadas» (Schopenhauer).
* * *
Hay algunas editoriales muy curiosas que no ven nada
absurdo en colocar en un sitio bien visible de su página web el siguiente aviso: «No
se reciben manuscritos.» Yo, al leerlo, me pregunto a qué negocio se
dedican, si no se dedican al negocio de recibir manuscritos, publicar los que
les gustan y desechar los que no les gustan. Si un escritor no puede mandarle
un manuscrito a una editorial, no se me ocurre a que otro tipo de empresa se lo
puede mandar.
Me dicen los que saben (pero Alá sabe más) que el truco
consiste en que solo publican libros que ellos eligen de antemano, pero como no
aceptan manuscritos de donde elegirlos, el hecho es que ellos inventan el libro
antes de que se escriba. Lo explicaré, porque entiendo que resulta complicado.
Si un famoso de un programa de telebasura televisiva escribe
un libro que compraría todo el mundo, en teoría no lo puede mandar a ninguna de
esas grandes editoriales, porque no
reciben manuscritos. Así es que la cosa funciona al revés. La editorial
piensa «¿Que libro vendería bien si
existiese? Pues vendería bien un libro de Fulanito o Fulanita (aquí el
nombre del famoso de turno)». Entonces llaman al tal y le preguntan:
—¿Ha pensado usted alguna vez en escribir un libro?
El otro pone cara de sorprendido y dice:
—Pues no se me había ocurrido nunca, la verdad.
Y el editor
que no recibe manuscritos sugiere:
—Pues si lo
escribiera usted, nosotros se lo publicaríamos —y aquí inserta las palabras
mágicas— y se vendería bien.
—Pero yo no
sé escribir...
—Eso es lo
de menos —ríe el editor—. Nosotros tenemos mucho personal. Déjelo en nuestras
manos.
Y el libro
se hace.
Esta es la
realidad.
* * *
Las grandes editoriales reciben todos los días cientos de
manuscritos, desde los deleznables hasta los absolutamente geniales que (salvo
recomendación) pasan igualmente desapercibidos ante su política editorial
negacionista. En el mejor de los casos, un becario analfabeto abre algún libro
y lo hojea, antes de descartarlo. En el peor, van directamente a reciclaje para
una fábrica de kleenex con la que la
editorial tiene un acuerdo.
Para evitar la depresión aconsejo a los escritores la
lectura de las Memorias de Isaac Asimov. El hombre, finalmente autor
de más de cuatrocientos libros de ficción y divulgación científica, dedica casi
las seiscientas páginas de su interesante obra a describir en detalle las
innumerables veces que las editoriales rechazaron sistemáticamente sus
manuscritos. El número de rechazos decuplicaba el de aceptaciones.
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