Seamos cultos: el asco al número trece se llama triskaidekafobia.
No hay que ser supersticiosos, pero
hay ocasiones en que la fuerza de los hechos nos obliga a reconocer que hay más
cosas en este mundo de las que comprende la filosofía de Horacio (Horacio, ya
saben quién les digo: el que iba siempre con Hamlet para que éste le pagara las
copas).
El ejemplo de la vida de Wagner es
ilustrativísimo, ya que ésta estuvo marcada por el número 13 y sus fatalidades.
Las coincidencias son abrumadoras.
Para empezar, nació en 1813 o casi,
porque vino al mundo el 1 de enero de 1814, pero muy temprano. Eran siete
hermanos y, con los seis de la vecina de al lado, sumaban trece niños en el
rellano de la escalera. Wagner tenía trece lunares en todo el cuerpo (bueno,
muchos más de los pequeñitos, pero grandes, sólo trece).
Sus padres vivieron en el número 13 de
una calle, aunque sólo durante algunos meses.
El nombre y apellidos de Richard
Wagner tiene precisamente 13 letras, si contamos la ‘ch’ como una sola.
Fue a los trece años cuando descubrió
y perfeccionó una técnica masajística que ya no olvidó durante toda su vida y
que le sirvió de consuelo en sus años de senectud.
Su perro, Wolfgang (llamado así en
honor a Mozart) murió a los trece años.
Un 13 de diciembre cogió una gripe que
le tuvo en cama todo un mes.
Compuso catorce óperas, pero como una
estaba plagiada de un compositor amigo, realmente se quedan en trece.
Wagner falleció el 12 de febrero de
1883, o sea, que ya ven por qué poquito.
¡No me digan que todo este cúmulo de
circunstancias no hace que nos planteemos la veracidad de los esoterismos!
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