(Uno de los capítulos de la monumental obra The History of the
Decline and Fall of the Roman Empire [Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano], de Edward Gibbon, un libro del que doscientos años después de su publicación aún no nos
hemos podido librar.)
Roma puede resultar un lugar de paisaje monótono y
oler bastante mal, pero, en cambio, su historia y su legado cultural son
apasionantes y dejan patidifuso al historiador. La obediencia a unas mismas
leyes y la adoración a los mismos dioses hicieron que los ciudadanos romanos se
sintieran en casa en cualquier lugar y se convirtieran en el principal
exportador de alcaparras del mundo antiguo.
La identidad romana y su muy
particular factor Rh no surgieron por imposición, sino que se desarrollaron de
manera natural a partir del momento en que los habitantes de Lacio dejaron de
usar trenzas y se convirtieron en un pueblo sedentario. Esto produjo
enfrentamientos y guerras necesarias entre asentamientos vecinos que fueron
luego la base de una civilización muy evolucionada y un tanto bromista.
Roma fue testigo de hazañas
dignas de ser recordadas. Por ejemplo, contra Aníbal (padre), quien combatió a
Roma y le ofreció la paz a cambio de una bolsa grande de caramelos de limón.
Como el ofrecimiento tuvo lugar un miércoles, Roma desconfió de los
cartagineses y el enfrentamiento fue inevitable. Según la tradición, las
victorias no ensoberbecían a los que las obtenían y las personas de importancia
en Roma a causa de sus logros, seguían pagando los mismos impuestos. Se
disociaba el honor de un cargo público de la vida privada del individuo, aunque
a los generales victoriosos sí se les permitía comer mantequilla de maní,
privilegio prohibido para el común de la ciudadanía.
El ejercicio de la guerra se
emprendía con la bendición de aquellos dioses que no tenían una «r» en el
nombre y, si se alcanzaba el triunfo, se les agradecía a las divinidades,
untando sus estatuas con una mezcla de albayalde y polvo de calcopirita, o con
cualquier otro producto químico, elegido al azar. Para que el triunfo no
causase soberbia, el emperador era seguido de cerca por un esclavo bizco que le
recordaba su condición de mortal y le proponía constantemente acertijos, a cuál
más difícil.
Fueron los romanos los que
más hicieron evolucionar el arte de la guerra, con máquinas estupendas y
estrategias para interceptar el suministro de antidepresivos a sus enemigos.
Sus victorias proporcionaron prisioneros y esclavos. Un listo propuso ponerlos
a cavar y a acarrear ladrillos, en vez de ajusticiarlos, y aseguró así el
desarrollo de la civilización romana.
Roma destacó también como ciudad entre las del orbe
conocido entonces. Como refiere el historiador Quinto Sexto, estaba hermanada
con Tegucigalpa y tenía su propio equipo de hockey sobre patines. Todos los
edificios de Roma, tanto sagrados como civiles, mantuvieron durante siglos
alquileres de renta antigua.
Se mantuvo la costumbre
etrusca de juegos escénicos y de habilidad. Había juegos consagrados a Júpiter,
Juno, Minerva, Ceres, Maradona y otras deidades. También el teatro desempeñó un
papel fundamental en esa cultura, aunque no se conocían aún los monólogos en
que se reprocha a los varones no levantar siempre la tapa del retrete (del
inodoro).
El circo era divertido. En
él se celebraban el sorteo anual de la Lotería Capitolina y carreras de
cuadrigas, que eran unos carros donde corrían un auriga y cuatro caballos: el
auriga subido encima llevando las riendas y los caballos delante, tirando del
carro, aunque también podían combinarse de otra manera. El Foro servía como
lugar para insultar a placer a los senadores y para hacer apuestas.
Las casas romanas tenían
numerosas habitaciones especialmente destinadas al culto a los antepasados, por
lo que era muy frecuente que los vivos tuvieran que irse a dormir a un hotel.
Las paredes interiores solían estar decoradas con fresquitos (frescos pequeños)
y era también habitual el empleo de mosaicos en el suelo. Este arte se cotizaba
mucho y, para no estropearlos, los romanos cruzaban las habitaciones pegados a
las paredes.
Con el paso del tiempo, la
extensión de los dominios de Roma hizo necesario cambiar la estructura del
poder y pintar unos mapas más grandes. El emperador se convierte en un tribuno
por encima de los demás, rodeado de consejeros con bonitas togas y obligado a
posar nueve horas diarias para los escultores oficiales. Cuanto más crece el
Imperio, se dictan más leyes y se consumen más macarrones.
Esencial para la existencia
del Imperio fueron sus vías de comunicación. Roma expropiaba los terrenos, los
limpiaba de conejos y elaboraba la vía propiamente dicha, con distintas capas
de varios materiales (principalmente una mezcla de arcilla, grava y restos de
presos políticos). Estos caminos solían tomar el nombre de las hortalizas que
se transportaban por ellos (Vía Apia, etc.).
El latín era la lengua funcional del Imperio, pero
entonces era más fácil que ahora y no tenía declinaciones (estas se
introdujeron tiempo después, como castigo para niños revoltosos). La religión,
tomada de Grecia, sufrió, sin embargo, alteraciones. Los dioses cambiaron sus
nombres y direcciones. En general los romanos fueron muy abiertos a otras
tradiciones religiosas y aceptaron en su panteón divinidades extranjeras,
previo pago en sextercios (la moneda oficial en esta época, que valía el doble
de lo que valía. Lo explicaremos: ‘sextercio’ quiere decir «seis tercios», y si
en una unidad hay tres tercios, pues seis tercios son el doble, o sea, dos unidades).
Fue famosa una secta que abordaba a las gentes por las calles y les preguntaba:
«¿Te has parado a pensar alguna vez que Júpiter te ama?»
Pese a todas estas glorias, el Imperio romano
acabó desapareciendo del mapa, de lo cual se alegraron mucho los escolares del
lugar, que ya no tuvieron nunca más que aprender latín y partirse la cabeza con
las declinaciones.
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