Relato
veridiquísimo de cómo se acabó de pintar la Monna Lisa
Actito único (porque no es demasiado largo)
(El
estudio de Leonardo da Vinci en Florencia . Sobre un caballete bien visible, el
famoso retrato de Monna Lisa, conocida como «La Gioconda». Está acabado, con la
excepción de la cara, que está aún sin pintar. En escena, tres de los ayudantes
del pintor. El problema es que los tres se llaman Francesco y esto puede ser un lío de los de campeonato. Así
es que, en pro de la claridad, les cambiaremos los nombres a dos de ellos y les
llamaremos Pietro y Gian Battista respectivamente. Pero que
conste que todos eran Francescos.)
Francesco.—¡Otro día más sin encargos!
Gian
Battista.—¡Otro mes más sin cobrar!
Francesco.—Esto no puede ser, queridos amigos. Leonardo está
de un vago que apabulla. Hace tiempo que anda distraído y no trabaja en lo que
debería trabajar. Antes se ocupaba de los más variados proyectos y ahora se
pasa el día tumbado a la bartola.
Pietro.—¿A la bartola?
Francesco.—Sí. Vos, Pietro, como nuevo ayudante que sois, no
sabéis sus costumbres.
Pietro.—¿Dónde está ahora?
Gian
Battista.—Salió a ver la jirafa.
Pietro.—¿La jirafa?
Gian
Battista.—Sí; nuestro gran duque,
Lorenzo El Magnífico la hizo traer de
no sé dónde y la pasean por las plazas, para entretenimiento de la plebe.
Francesco.—Yo ya la he visto.
Gian Battista.—¿Cuándo?
Francesco.—Cuando venía de camino. Por cierto, no es tan
impresionante como dicen: me gustó más el hipopótamo del año pasado.
Gian
Battista.—Aquí llega el maestro. (Sale Leonardo,
ya mayor, con barba blanca.)
Pietro.—Saludos, maestro.
Leonardo.—¿Qué tal por aquí? Bienvenido a mi casa, Pietro.
¿Qué tal el viaje desde Pisa? Tengo las mejores referencias tuyas y creo que me
serás de mucha ayuda en mis trabajos. Francesco y Gian Battista te enseñarán lo
que se espera de ti.
Pietro.—Ha sido un honor para mí en que me acojáis en
vuestro taller, maestro.
Leonardo.—Bien, bien. (A
Francesco.) ¿Vino la tiparraca
ésa?
Francesco.—No vino, maestro.
Leonardo.—¡Ya lo sabía yo!
Así no se puede trabajar. Hasta que no acabe su dichoso retrato me será
imposible concentrarme en otra cosa.
Francesco.—Su esposo os mandó una misiva.
Leonardo.—¿Ah, sí? Dejádmela leer.
Francesco.—Tened. (Francesco le entrega una carta.)
Leonardo.—(Leyendo.) «Estimado Leonardo: Espero que al recibo de ésta
os encontréis en buena salud de cuerpo y espíritu cómo yo os deseo... bla, bla,
bla... hace meses que espero el retrato que os encargué... recordaréis que os
pagué una importante suma por adelantado... accedí sin protestar, aunque era un
precio muy abusivo... daos prisa si queréis cobrar el resto.... os demandaré si
no me lo entregáis en uno o dos días... os deseo lo mejor. Firmado Micer
Francesco di Bartolomeo del Giocondo, comerciante en telas.»
Francesco.—Es un ultimátum.
Gian
Battista.—¡Estamos perdidos! ¿Qué
vamos a hacer?
Leonardo.—Puedo finalizar su retrato en unas pocas horas,
eso no sería problema.
Pietro.—¿Entonces?
Gian
Battista.—La dificultad es que la
susodicha dama no ha aparecido por aquí todavía.
Pietro.—¿Cómo?
Gian
Battista.—Tenía que venir a posar
para el retrato. Bueno, en teoría lleva ya seis meses haciéndolo.
Pietro.—¡Seis meses!
Gian
Battista.—Tenemos la sospecha de que
le dice a su esposo que viene al estudio a posar, pero que en realidad
aprovecha esas horas para verse con alguien.
Francesco.—No tenemos ninguna sospecha de tal cosa: lo que
tenemos es una profunda certeza, acompañada de una sincera convicción.
Pietro.—¿Para verse con alguien?
Gian
Battista.—Con su amante.
Pietro.—¿Con su amante?
Gian
Battista.—Con sus múltiples amantes,
más bien. No es un secreto para nadie en la ciudad que mantiene relaciones
licenciosas con absolutamente todos los amigos de su esposo.
Francesco.—Que no son pocos, precisamente.
Pietro.—¿Y el marido no sabe nada?
Francesco.—El marido es miope.
Pietro.—¿Queréis decir que hace la vista gorda y finge no
enterarse?
Francesco.—No, al contrario. ¡Es celosísimo! ¡Y muy
peligroso!
Gian
Battista.—Lo que queremos decir es
que es miope, literalmente. Podríais asistir a una fiesta en su casa y meterle
mano a su esposa en su presencia, a menos de un metro de distancia, que el
hombre no se daría cuenta.
Francesco.—De hecho, muchos de sus amigos lo hacen.
Gian
Battista.—Pero en cuestiones de
dinero es temible.
Francesco.—Se cuenta que a un mercader que le engañó en una
transacción lo mandó matar sin pizca de contemplaciones. Lo hizo apuñalar y
descuartizar, y luego arrojó sus pedazos a sus perros.
Gian Battista.—Y así, ese día se ahorró tener que comprarles
carne.
Pietro.—¡Sopla!
Francesco.—Así es que hay que acabar el retrato a toda costa.
Leonardo.—Y yo soy bueno, pintando. Vamos, que soy un hacha;
pero sin modelo, bien poco puedo hacer. Sólo he visto a la Monna Lisa una vez,
por la calle y de bastante lejos.
Francesco.—Y no podemos descubrirle el asunto al marido,
revelándole que la interfecta no ha aportado nunca por aquí, porque ya le hemos
cobrado una cantidad sustancial.
Gian
Battista.—Finalmente le suplicamos a
la dama que viniera hoy, aunque sólo fuera una hora, para que el maestro
pudiera finalizar su retrato. La emplazamos esta tarde.
Francesco.—Y prometió hacerlo.
Gian
Battista.—Pero no lo ha cumplido.
Pietro.—¡Canastos!
Francesco.—¿Os hacéis cargo de la
situación en la que nos encontramos?
Leonardo.—Micer Francesco querrá que le devolvamos el dinero
del adelanto.
Francesco.—Lo que es imposible, pues se trata de un dinero ya
digerido, del que hemos comido los últimos meses.
Gian
Battista.—Y no nos pagará el resto,
que nos hace mucha falta.
Francesco.—Y si sospecha que no ha acudido a posar, se
enterará de todo, matará a su esposa tranquilamente y a nosotros también, por
encubridores.
Pietro.—Pues que el maestro acabe el retrato.
Leonardo.—¿Cómo, sin modelo?
Pietro.—Es bien sencillo. ¿No decís que el marido es
miope? Pintad a cualquiera. Poned cualquier rostro en el hueco. Pintadme a mí.
Francesco.—¿A vos?
Pietro.—A mí no me conoce. Acabo de llegar a Florencia.
Así podréis cumplir con el encargo.
Gian
Battista.—¿Y cuando enseñe el retrato
a sus amigos?
Pietro.—Ninguno se atreverá a decir que no se parece a su
esposa, pues a todos les interesa que el marido crea que su mujer estuvo
viniendo a posar todas las tardes y no sospeche nunca que estuvo gozando con
ellos.
Francesco.—¡Es una idea diabólicamente magnífica!
Gian
Battista.—Pero hay uin inconveniente:
la posteridad hallará una expresión extraña en el retrato.
Leonardo.—¡Al diablo la posteridad! Yo lo que quiero es
cobrar.
Gian
Battista.—Y puede que noten algo raro
en su sonrisa, porque vos, Pietro, y perdonadme que os lo diga, tenéis una boca
muy rara.
Pietro.—No importa. Eso hará el rostro más enigmático y
dará a los críticos de arte materia en la que entretenerse y con la que
especular.
Francesco.—Bueno, no creo que ningún crítico preste atención
especial a este cuadro.
Leonardo.—¡Voy a ponerme manos a la obra! Pietro: os auguro
grandes cosas para el futuro. Siempre me han gustado los listos. Preparaos para
posar. Vamos a acabar el cuadro de una dichosa vez. Lo entregaremos y confiemos
en que el marido lo acepte sin fijarse mucho. Con un poco de suerte, será una
obra que pasará completamente desapercibida y, después de unos pocos días, ya
nadie se acordará nunca de ella.
Francesco.—Es lo más probable.
TELÓN
No hay comentarios:
Publicar un comentario