Quizá muchos
recuerden esa escena del film 2001, una odisea del espacio, en la
que la computadora HAL se rebela contra los humanos y se hace con el mando de
la nave hasta que es desconectada. El director, Stanley Kubrick, le pagó sus
buenos cuartos a Clarke que, supuestamente, era el autor de la narración
original, titulada El centinela. Pero
ahora resulta que Clarke, con la desfachatez que le caracterizaba, copió la
idea de una narración de otro escritor de ciencia-ficción, Ottis D. Morsel, que
anticipa tal situación. Ofrecemos un fragmento del cuento de Morsel titulado
Landed and Stranded [Aterrizado y sin tener manera de salir de allí]:
[...]
Ahora todo
se hallaba en calma. El planeta, roto por siete sitios debido a los hielomotos;
cuatrocientas máquinas, del todo inutilizadas; y, para los supervivientes, unas
condiciones de vida verdaderamente asquerosas. Y vieron algo más; vieron a
PP8A, el ordenador que les había precipitado a aquella muerte segura. Los tres
tripulantes se dirigieron a donde estaba PP8A con las del Beri y las de un
amigo suyo.
—Le voy a dar tal golpe en la memoria, que se va a acordar
—decía Scurfy.
Los supervivientes rodearon a PP8A, que sentía un nudo en
la unidad de salida. Max le abrió la tapa al ordenador y le dijo:
—Ahora vas a hacer todo lo que te digamos. Si te niegas o
rechistas lo más mínimo... ¡te oxido!
Y blandió, amenazador, un jarro de agua.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó el indefenso ordenador.
—¡Traidor! ¡Judas! —le increpó el profesor Blandy—. Tu
unidad aritmética va a demostrarnos ahora mismo matemáticamente la existencia
de Dios, si no quieres que te empapemos.
PP8A, ¿qué podía hacer? En una cinta perforada salieron
unos numeritos, algo complicados, eso sí, pero que demostraban matemáticamente
y sin lugar a dudas la existencia de Dios.
—Scurfy —dijo Max con maliciosa sonrisa—. ¿Podrías decirme
cuántas son dos y dos?
—Siete —contestó el interpelado.
—¿Has oído, PP8A? Dos y dos son siete —dijo Max.
—¡No! ¡Perdón! ¡Yo no quería! ¡Me obligaron!—. El pobre
ordenador intentaba disculpar su traición.
—¡Dos y dos son siete, he dicho! —rugió Max—. ¡A
demostrarlo!
PP8A dejó escapar un gemido. Al cabo de un rato de infructuoso
esfuerzo, algo explotó dentro y, por un costado, comenzó a salir humo.
—Ahora vamos con la unidad de entrada.
Y de entre los libros que se habían desperdigado al
romperse la nave, Scurfy escogió el entretenido ensayo La ruta de Don
Quijote, de «Azorín», y comenzó a leérselo en voz alta a la unidad de
entrada.
Al poco rato ya no salía humo por uno, sino por los dos
costados del ordenador.
La unidad de salida, la única que quedaba aún en buenas
condiciones, comenzó en su impotencia a insultar a sus torturadores.
—¡Asesinos! ¡Malvados! ¡Esto que hacéis conmigo no tiene
nombre!
De la caja que contenía los circuitos del lenguaje, Blandy
arrancó el cablecito que regulaba las conjugaciones. PP8A siguió despotricando.
—¡Ser unos asesinos! ¡Maldita ser vuestra estampa! ¡Así os
pudrir! ¡Cómo os aprovechar de que yo no tener pinzas!
Le arrancaron también el cablecito de los verbos.
—¡Que os... a todos!
Le quitaron los demás cables, pero como tardaron bastante
en encontrar el que regulaba las exclamaciones, tuvieron que oír durante un
buen rato un léxico bastante pintoresco.
Por fin consiguieron que PP8A enmudeciera.
—¡Ya está! ¡Ya está por fin! —exclamó Scurfy.
—Pero aún le queda la memoria —objetó Blandy.
—Pues si tiene memoria —dijo Max— le haremos un lavado de
cerebro.
Dicho y hecho, Mex vertió la jarra de agua en el interior
del ordenador.
Ése fue el fin de PP8A.
La
hidroterapia cura, por lo visto, hasta el mal de máquina.
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